Oyarbide, el héroe discreto
Fue Valentín un hombre
reposado, tranquilo y enemigo de alharacas. Había visto la luz en Tolosa,
Guipúzcoa, allá por el año 1916, en el seno de una familia euskalduna y
republicana, industriosa y trabajadora. Regularmente aplicado en
algunas de las ciencias que dan forma al quadrivium (así al menos lo denominaba ocasionalmente su maestro) y avezado en letras, Heliodoro Valentín Oyarbide Brianzo
era un mocito al que también le placía pelotear en frontones, jugar con
sus hermanos y corretear tras los balones de los escogidos amigos que
gustaba de frecuentar. Aita, riguroso y firme, incluso adusto, era
--como todos los progenitores de aquella época-- un severo y
circunspecto pater familias que llevaba a gala ejercer con moderación y
sabiduría sobre el tierno adolescente la disciplina y la prudencia más
pertinente y que fuera menester en aquella sociedad que vivía convulsa
el fin de la dictadura primoriverista.
Pero ello no fue óbice para que esa
educación doméstica paterna cincelara el marbete de la solidaridad y la
generosidad en la mente juvenil de Valentín. Guiado por didáctica y
firme mano, Valentín fue aprehendiendo que en torno suyo había otros
hombres y mujeres a los que la sociedad mantenía inermes y desamparados y
a los que se debía solidaridad y consideración. Pero también sin
aspavientos, el joven tolosano fue alternando con mesura familia,
estudios y amigos, chiquiteando en los batzokis, deleitándose en los txokos, tomando parte junto con sus hermanos en algún auzolan
y dejándose caer de cuando en cuando por la Casa del Pueblo socialista.
Valentín fue así conformando un generoso carácter, recio pero sosegado y
discreto, firme en sus convicciones, abierto al nacionalismo vasco y
muy próximo a las sentimientos republicanos y de izquierdas que entonces
embargaban los espíritus de tantos zagales hispanos.
Cuando los traidores armados vinieron del África
y fracasaron en su intentona de 1936, Valentín se aprestó a defender la
Tierra y el Ideal. Con orgullo y pavor, sus ancestros vieron cómo el
joven se alistaba junto con otros tantos miles como él en el Euzko Gudarostea, el ejército vasco comandado por Jose Antonio Aguirre. El nuevo gudari participó en la defensa del frente de Euzkadi,
cuando allá por el final del invierno de 1936 y el principio de la
primavera de 1937, las tierras vascas comenzaron a sufrír los embates de
los franquistas, bien amunicionados, pertrechados y dirigidos por
fuerzas de la Legión Cóndor, de la aviación del Cuerpo Expedicionario italiano y por divisiones de carlistas navarros. Y fue en el curso de una acción de guerra que Valentín cayó preso del enemigo.
Desplazado a la retaguardia de los
sublevados, el joven Valentín fue concentrado en un campo de prisioneros
republicanos. Debido a su carencia de militancia y filiación política,
Valentín pudo librarse de ser clasificado como "desafecto", recibiendo de sus captores el marchamo de "indiferente".
Solía ser aprovechada tal circunstancia por los oficiales falangistas
reclutadores del campo para coaccionar a los presos extorsionándoles con
la alternativa de elegir entre pasar a prisión o enrolarse en una
unidad de Falange Española. Y así fue, también en este caso. Ante
este dilema, Valentín no lo dudó. Vistiendo camisa azul mahón
falangista, Oyarbide fue prontamente remitido al frente a luchar contra
sus paisanos y contra aquellos que veían el mundo desde la particular
óptica de los antifascistas. Entre disparos inofensivos a cual más
destemplado y balas perdidas al monte, el tolosano fue fingiendo su
impostura mientras fraguaba un plan de huida.
Carecemos de datos certeros que nos permitan situar la hazaña en algún lugar o fecha conocida, pero sabemos atinadamente que aprovechando la noche, Valentín y un compañero saltaron las trincheras, cruzaron la línea del frente y se adentraron en la más lóbrega de las obscuridades. Desnudándose, los evadidos vadearon un arroyo y dieron así el salto definitivo hacia las líneas republicanas. Tras las lógicas prevenciones de rigor, los leales les acogieron de buen talante y procuraron su acomodo, dándoles cobijo y encuadre en una de las brigada mixta del Ejército Popular Republicano.
Carecemos de datos certeros que nos permitan situar la hazaña en algún lugar o fecha conocida, pero sabemos atinadamente que aprovechando la noche, Valentín y un compañero saltaron las trincheras, cruzaron la línea del frente y se adentraron en la más lóbrega de las obscuridades. Desnudándose, los evadidos vadearon un arroyo y dieron así el salto definitivo hacia las líneas republicanas. Tras las lógicas prevenciones de rigor, los leales les acogieron de buen talante y procuraron su acomodo, dándoles cobijo y encuadre en una de las brigada mixta del Ejército Popular Republicano.
Lejos de inhabilitarlo, la meritoria
fuga de Valentín hacia zona republicana, su natural discreción y su
sólida formación en letras y aritmética le granjeó las simpatías de los
mandos, que le recomendaron para la escuela de oficiales. Con los meses,
Valentín, primero teniente y más tarde capitán, fue recorriendo cien
frentes y tomando parte en cien batallas, hasta que la ofensiva
franquista acabó con el espejismo republicano. Valentín se camufló como
civil y procuró pasar inadvertido en L'Hospitalet de Llobregat,
pero allí fue denunciado por una vecina neofranquista celosa de la
necesaria notoriedad que se precisaba en aquellos difíciles días de
supervivencia entre tanta fidelidad exhacerbada. Hecho preso en la Modelo de Barcelona,
Valentín fue enviado a Tolosa, juzgado y condenado a cadena perpetua.
Meses de prisión y de visiones de pesadilla fueron mermando el bondadoso
talante y el buen conformar de Oyarbide. Presenció en aquellos
terribles tiempos miles de torturas, malos tratos, noches en vela de
condenados a muerte, sacas intempestivas de madrugada, palizas,
muerte,... y hombres, hombres destruidos, hombres aniquilados, hombres
devastados...
Recaló por fin Oyarbide en el Campo de concentración de Miranda de Ebro.
Tres años estuvo allí preso, en aquella inmensa instalación
malignamente diseñada para exterminar la voluntad y el espíritu humano.
En aquel entonces, ya bien entrada la II Guerra Mundial, pero aún con
las armas eufóricas de Hitler en plena orgía victoriosa, el campo era un
auténtico revoltijo humano, con presos republicanos en cumplimiento
firme de condena codeándose con prisioneros de decenas de nacionalidades
diferentes. Judíos en frustrado tránsito hacia mejores puertos de
embarque y desembarque, soldados franceses huidos del régimen
colaboracionista de Vichy, aviadores ingleses derribados al otro lado de los Pirineos
y evadidos a España, exiliados políticos alemanes de izquierda fugados
en riesgo de muerte y atrapados para su devolución por los franquistas
filonazis, y resistentes, muchos resistentes, galos, belgas, holandeses,
yugoeslavos, checos, húngaros y polacos. Muchos polacos.
Merced a su esmerada formación como
escribiente, consiguió Valentín un destino más desahogado en la oficina
postal del Campo, con el conocimiento y la anuencia previa de las
células clandestinas de presos izquierdistas. Pero la preservación de la
vida propia no era la finalidad última de este traslado. Arriesgando
sus vidas, o cuando menos una pena mucho más severa, el tolosano y sus
compañeros de destino se valieron de su puesto para interceptar la
correspondencia que dirigía la Gestapo alemana a la dirección del
campo mirandés, requiriendo la entrega urgente de presos judíos,
franceses, polacos, alemanes y de otras nacionalidades. Pero, habilidosa
y subrepticiamente, Valentín y sus amigos abrían la correspondencia y
destruían la mayor parte de las requisitorias nazis, prendiéndolas en la
estufa de la dependencia. Aquellos contra los que iban dirigidas las
criminales órdenes de traslado, para los que en muchos casos hubieran
significado una horrible muerte en stalags nazis, supieron agradecer de
corazón este rasgo de rectitud e integridad que llevaban a gala los
escribientes de la oficina postal del campo. Así, y sin pretenderlo,
Oyárbide y sus compañeros vieron cómo eran frecuente y felizmente
agasajados por los presos polacos a los que habían librado del
exterminio, haciéndo éstos entrega a los oficinistas de grandes paquetes
de comida que la Iglesia polaca hacia llegar a los prisioneros a través
del Vaticano y de los servicios de la Cruz Roja Internacional.
Cuenta Valentín Oyarbide, hijo
del protagonista de nuestra historia, Heliodoro Valentín, que una mañana
cualquiera, quizás del año 1943, su padre fue reconocido por uno de los
falangistas con los que había topado y de los que se había evadido en
1937. Inmediatamente, y tras aquellos tres años de un destino no tan
ingrato, recibió la orden de traslado a un BDSTP (batallón disciplinario de soldados trabajadores penados) en Cerro Muriano,
Córdoba. Permaneció Valentín en él casi otros tres años, cumpliendo de
esta manera forzada su servicio militar y penando las represalias de que
era víctima por su condición de rojo y adherido a la "rebelión", con una gran letra "P" cosida a un uniforme sin insignias ni emblemas.
Con los años, Valentín salió en
libertad condicional y volvió a su tierra, debiendo presentarse cada mes
para firmar en el juzgado y con imposibilidad de obtener el pasaporte.
Huelga decir que prosiguió en su carácter circunspecto y discreto,
introvertido y clásicamente moderado en sus expresiones, próximo en su ideario a las gentes del Partido Nacionalista Vasco.
Algunos piensan que Valentín, como tantos otros de su generación, se
atemperaron con los años, pero no fue así. Ellos vieron cómo un mundo
utópico se derrumbaba ante la indiferencia de los pueblos y las
naciones. Ellos vivieron en sus cuerpos y almas cómo eran vilipendiados,
humillados y aniquilados, sin que nadie alzara la voz contra tamaña
infamia. Es natural que, tras la muerte, la tortura y el secuestro,
permanecieran en silencio, trabajando algunos de ellos en la sombra,
durante los años de plomo de la Dictadura franquista, a la espera, casi eterna espera, de la muerte del asesino falsario.
Pero Oyarbide, a pesar de su timidez y introspección natural, y por mucho que su temperamento le llevara a recatarse y cuidarse, seguía siendo un ser humano. Cuando a finales de los años 60 aparecía el general Franco en la televisión, Valentín explotaba y gritaba "¡Asesino, cabrón!", ante el espanto de su esposa, que se apresuraba a cerrar las ventanas del piso y le susurraba aterrada "¡calla, que te van a oír!", respondiendo Valentín "¡que me oigan, yo estoy en mi casa y digo lo que quiero!". Esta escena, casi a modo de atemorizante vodevil de terror, se repitió durante los primeros
años 70, hasta que un buen día, tras el primer ingreso hospitalario de
Franco en 1974, al consabido grito de Valentín y alarma de su señora,
alguien, un vecino, respondió a través del patio de luces, "¡Sí señor, asesino es lo que es!" y otra voz, en otro piso, en otro nivel, le replicó: "¡Asesino, asesino!".
Esa noche, Heliodoro Valentín Oyarbide
Brianzo, padre de Valentín Oyarbide, pudo por fin conciliar el sueño,
tras tantos años de vigilias, pesadillas y delirios plagados de muerte,
dolor y destrucción.