¿Se
puede hablar de una primavera turca? No me siento capaz de responder a
esa pregunta. Hace dos años, la Plaza de la Liberación de El Cairo o
Plaza Tahrir insinuaba un giro histórico en Egipto y otros países de la
región. La caída de Ben Ali en Túnez se interpretó como el signo de una
revolución imparable en el Magreb y Oriente Medio. Sin embargo, la
primavera árabe desembocó en un otoño sangriento, con guerras
imperialistas en Libia y Siria. La ocupación en Madrid de la Puerta del
Sol también encendió esperanzas que se desvanecieron a las pocas
semanas, cuando la victoria del Partido Popular en las elecciones
autonómicas, convirtió a los indignados en ilusos o radicales. En todos
los casos, el desafío al poder establecido surgió de forma espontánea,
sin una hoja de ruta ni una ideología política definida. Esa
desorientación inicial contribuyó a que las reivindicaciones nunca se
concretaran en una alternativa consistente y creíble. No debe
confundirse una explosión de malestar social con una revolución, pero
tampoco deben simplificarse los hechos, ocultando las causas últimas de
un conflicto. En el caso de Turquía, no está en juego tan sólo el parque
Gezi, sino un modelo político y social que ha combinado Islam y
Neoliberalismo para recortar derechos laborales y sanitarios, de acuerdo
con los intereses de las grandes multinacionales. La lucha de la
juventud turca es la lucha de todos pueblos que se rebelan contra un
Nuevo Orden Mundial, donde el valor de la vida humana se mide por su
capacidad de producir beneficios a una minoría privilegiada.
Recep
Tayyip Erdogan se convirtió en Primer Ministro en marzo de 2003. Desde
entonces, ha privatizado las aerolíneas, las fábricas de acero, las
empresas de telecomunicaciones, la red eléctrica, la compañía
tabacalera, las compañías de licores y el Halkbank, un banco de
propiedad estatal. En 2009, aprobó una nueva legislación sobre los
recursos hídricos. Hasta entonces, las corporaciones privadas
controlaban los servicios de distribución, pero con las nuevas leyes se
les permite especular con el valor del agua, fijando libremente los
precios. Los sindicatos de campesinos respondieron a esta medida con una
plataforma llamada “No a la comercialización del agua”. Sus
manifestaciones fueron reprimidas con brutalidad y sus principales
activistas detenidos por alteración del orden público. Muchos
denunciaron haber sido torturados en dependencias policiales, pero los
jueces desestimaron sus testimonios y, en algunos casos, les enviaron a
prisión, acusándoles de terroristas. La prensa internacional apenas
reflejó la noticia. En 2011, Erdogan inició las negociaciones para
vender a capital privado nueve carreteras de peaje y los dos puentes
sobre el Bósforo. Sólo es un capítulo más de un paquete de
privatizaciones que contempla la minería, el petróleo, la alimentación,
el sector textil y el transporte marítimo. En febrero de ese mismo año,
100.000 personas se manifestaron en el centro de Ankara contra una
reforma laboral que incluye la rebaja del salario mínimo, la
contratación de trabajadores sin seguridad social y el despido masivo de
funcionarios. Los manifestantes corearon “Esto es Ankara, no El Cairo”,
“Tayyip ha llegado tu turno”, “Te deseamos un final tan feliz como el
de Mubarak”. La indignación popular no podía estar más justificada. La
política neoliberal del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP),
liderado por Erdogan, ha provocado un notable aumento de la desigualdad
social. Según Forbes, Estambul se ha convertido en la cuarta
ciudad del planeta con mayor número de multimillonarios. Ese dato
contrasta con un salario mínimo de 570 dólares y una renta per cápita
inferior a la mitad de los ingresos medios europeos. En una guía
elaborada por Banesto para los empresarios españoles interesados en
realizar inversiones en suelo turco, se advertía que “el país está
marcado por la existencia de fuertes desigualdades de renta”. En
Estambul, capital financiera, hay 35 multimillonarios, pero muchos
trabajadores perciben una retribución mensual de 200 dólares y carecen
de seguro sanitario. En ese clima de injusticias y agravios, no es
extraño que haya surgido una movilización popular para salvar el parque
de Gezi, un pulmón verde de 600 árboles que permiten respirar a una
ciudad de casi 14 millones de habitantes, con un tráfico intenso y un
crecimiento inmobiliario desbocado. El gobierno de Erdogan pretende
destruir el parque para crear un centro comercial, que disfrazará su
interés puramente lucrativo reconstruyendo parcialmente un viejo cuartel
otomano. La presencia de una mezquita en el complejo intentará lavar la
cara a una operación puramente especulativa. Sólo unos pocos medios han
mencionado que Kadir Topbas, alcalde de Estambul, es el principal
accionista del futuro centro comercial y que la empresa a la que se han
adjudicado las obras pertenece a un hijo de Erdogan. Una vez más,
neoliberalismo y corrupción se revelan como las dos caras de la misma
moneda. El caso del parque Gezi sólo es un botón de muestra de los
megaproyectos del gobierno de Erdogan, que incluyen un tercer puente
sobre el Bósforo, una autopista de 260 kilómetros que uniría Tracia y
Anatolia, un tercer puerto, un tercer aeropuerto y dos nuevas ciudades.
Erdogan asegura que estas obras impulsarán el desarrollo social y
económico y reducirán la vulnerabilidad del país a los terremotos. Por
supuesto, no menciona que el capital privado –nacional y extranjero- se
enriquecerá aún más, endeudando al país y abocándole a un previsible
pinchazo de la gigantesca burbuja inmobiliaria.
Los
manifestantes que han convertido la Plaza de Taksim en su centro de
operaciones ya no se conforman con salvar el parque Gezi. La prensa
internacional ha destacado el rechazo popular hacia la deriva islamista
del Partido de la Justicia y el Desarrollo, que pretende suprimir el
derecho al aborto (legal en Turquía desde 1983), restringir la venta y
consumo de bebidas alcohólicas y reformar las costumbres. Erdogan ha
pedido a las mujeres decoro en el vestir y ha ordenado colocar en el
metro de Ankara carteles, prohibiendo a las mujeres besarse en público.
Sin embargo, las protestas nacen como un profundo rechazo hacia la
política neoliberal y la violación sistemática de los derechos humanos.
Algunos se han sorprendido de la brutalidad empleada contra los
manifestantes. Se han utilizado cañones de agua, gas lacrimógeno, gas
pimienta, pelotas de goma e incluso balas. El Colegio de Médicos de
Turquía reconoce que hasta el momento hay tres víctimas mortales (dos
por herida de bala en la cabeza) y 4.177 heridos: tres en estado
crítico, diez han perdido un ojo y quince han sufrido graves
traumatismos craneoencefálicos. El gobierno habla de 300 lesionados,
casi todos policías, y ha ordenado la detención de 29 personas por
incitar a las protestas de Twitter. En una intervención televisiva,
Erdogan ha manifestado: “Esa cosa que llaman redes sociales no es más
que una fuente de conflictos para la sociedad actual. Hay un problema
que se llama Twitter. Allí se difunden mentiras absolutas”. La reacción
airada de Erdogan, atacando a las redes sociales, y la violencia
policial, disparando a la cabeza de los manifestantes, nos recuerdan que
Turquía, fiel aliada de la OTAN y eterna aspirante a la Unión Europea,
nunca ha respetado los derechos humanos. Los informes anuales de
Amnistía Internacional denuncian que la tortura se emplea habitualmente
en prisiones y comisarías. Numerosos testimonios repiten las mismas
atrocidades. Durante los interrogatorios, los detenidos permanecen con
los ojos vendados. Se les golpea con brutalidad, se les obliga a
desnudarse, sufren abusos sexuales, amenazas de muerte o violación, se
les escatima el agua, la comida, el sueño y el uso de los lavabos. En
algunos casos, se les tortura con descargas eléctricas. Si se les aplica
la legislación antiterrorista, permanecen aislados durante cuatro días
sometidos a la jurisdicción de los Tribunales de Seguridad del Estado.
Durante el período de incomunicación, no se notifica a los familiares su
situación, por lo cual permanecen “desaparecidos”. No pueden recibir
visitas ni la asistencia de un abogado o un médico de confianza.
Amnistía Internacional señala la existencia de salas de interrogatorio
equipadas con instrumentos de tortura y aislamiento acústico. Aunque la
mayor parte de las torturas acontecen en dependencias policiales, hay
indicios de que en las cárceles de alta seguridad (las llamadas tipo F)
también se producen abusos. “Las mujeres y los niños son también
víctimas de torturas, que no están restringidas a los sospechosos de
delitos tipificados por la legislación antiterrorista, sino que también
se emplean con personas acusadas de delitos comunes”, afirma Amnistía
Internacional en su informe de 2011. “En algunos casos, la tortura está
ligada a la discriminación por motivos de sexo, orientación sexual o
etnia”. El gobierno no investiga las torturas y jueces y médicos
forenses actúan sistemáticamente como encubridores. Por cierto, la
situación de España no es mucho mejor, de acuerdo con los últimos
informes de Amnistía Internacional o las condenas de Naciones Unidas y
el Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea. La tortura no
afecta tan sólo a los presuntos terroristas, sino que también es
habitual en los Centros de Internamiento de Extranjeros y en los Centros
de Menores. Según Xabier Makazaga: “Los torturadores torturan mejor
ahora que veinte años atrás: han mejorado en técnicas, dejan menos
marcas, hacen sufrir más y mejor en menos horas. Los torturadores del
franquismo eran unos alocados, los de ahora lo hacen con bolsa de
plástico” (Manual del torturador, Txalaparta). Hay una
convergencia real entre la España Neoliberal y la Turquía Neoliberal,
que rompe la versión oficial de países modernos, democráticos y
respetuosos de los derechos humanos. Tal vez Rodríguez Zapatero y
Erdogan, paladines de la “Alianza de Civilizaciones”, se referían a
estas cuestiones al hablar del entendimiento y la concordia entre
naciones con diferentes tradiciones culturales.
En
Turquía, no hay libertad de expresión. Aún se procesa a los
intelectuales o artistas que se atreven a exponer posiciones críticas.
Sin llegar más lejos, el Nobel Orhan Pamuk se enfrentó hace unos años a
un proceso judicial por hablar de las víctimas del genocidio armenio.
Turquía nunca ha pedido perdón ni ha asumido su responsabilidad en esta
matanza, que costó al menos un millón de vidas, si bien algunos
historiadores duplican la cifra. Escoger el nombre de Yavuz Sultan Selim
para el tercer puente sobre el Bósforo confirma un desprecio secular
por los derechos individuales y colectivos. Yavuz Sultan Selim, apodado
Selim el Severo, perpetró horribles masacres con la minoría aleví
durante su guerra contra los chiíes de Irán a comienzos del siglo XVI.
Rescatar su nombre para un puente sólo puede interpretarse como una
provocación contra la minoría aleví, que todavía sufre toda clase de
discriminaciones. El caso de los kurdos es aún más trágico. Aunque a
finales de marzo, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)
anunció el cese de su actividad armada y el Parlamento turco aprobó que
los kurdos pudieran utilizar su idioma en los tribunales, la represión
continúa. Conviene recordar que en enero fueron asesinadas en París tres
militantes del PKK, tres mujeres que fueron tiroteadas cuando se
hallaban en el Centro de Información del Kurdistán. Una de ellas era
Sakine Cansiz, una de las fundadoras del PKK y antigua responsable de la
organización en Alemania y Francia. Era una de las colaboradoras más
cercanas de Murat Karayilan, actual comandante de la guerrilla, desde el
encarcelamiento en 1999 de Abdullah Ocalan. Ocalan se halla recluido en
la isla de Imrali en el mar de Mármara, sometido durante largas
temporadas al régimen de incomunicación. Las otras dos víctimas se
llamaban Fidan Dogan y Leyla Soylemez. Las tres fueron asesinadas con
disparos en la cabeza. Se emplearon armas con silenciador y todo indica
que se trató de una operación del servicio de inteligencia turco.
Algunos consideran que Ankara hizo un gesto de fuerza para forzar el
alto el fuego e imponer sus condiciones de negociación. El movimiento de
liberación nacional kurdo se inició en 1984. Desde entonces, han muerto
50.000 personas, casi todas pertenecientes al pueblo kurdo. Los grandes
medios de comunicación turcos ofrecieron una información sesgada sobre
el crimen de París, asegurando que se trataba de un ajuste de cuentas
interno. Su actitud hacia las actuales protestas en Estambul no ha sido
más transparente. Apenas han informado de los hechos y el gobierno ha
detenido a 76 periodistas independientes, acusándolos de alborotadores.
El Partido Republicano del Pueblo, (CHP), principal fuerza de la
oposición, ha recordado a Erdogan que ganar unas elecciones no significa
adquirir el derecho a obrar con arrogancia y arbitrariedad, sin rendir
cuentas a nadie. Orhan Pamuk ha declarado al diario Radikal que apoya
las protestas porque “el gobierno de Erdogan es represor y autoritario”.
Algunos intentarán contrarrestar estas acusaciones, esgrimiendo los
éxitos económicos de Erdogan. Es cierto que Turquía se ha convertido en
la decimoséptima economía del mundo, pero su crecimiento (un 9’2% en
2010, un 8’5% en 2011, un 2’2% en 2012) se ha desacelerado y su deuda
externa no cesa de aumentar. En 2009, representaba el 2% del PIB.
Actualmente, está en un 6%, después de un pico del 10% en 2012. El
milagro turco tiene los pies de barro. Su escasez de recursos
energéticos le impide cubrir su demanda interna de petróleo y su
economía se resiente con los altos precios del crudo. Los megaproyectos
urbanísticos conviven con indicios de agotamiento en el sector de la
construcción. Es cierto que el nivel de pobreza ha disminuido y el
desempleo está en un 10%, pero el reparto de la riqueza es
escandalosamente desigual. De los 34 miembros de la OCDE, Turquía ocupa
el tercer lugar en índices de desigualdad y las diferencias entre el
este y el oeste del país son abismales. El miedo a la inflación se
combate con políticas restrictivas y monetaristas, de acuerdo con la
ortodoxia del FMI y el BM, lo cual implica severas disminuciones del
crédito y el gasto social. Al margen de los datos económicos, es
indiscutible que Erdogan no se resigna a perder el poder. Su intención
es presentar el proceso de paz con el PKK como un éxito personal para
convocar un referéndum constitucional, donde se planteará elegir entre
un sistema parlamentario y un sistema presidencial. Si se impusiera la
última opción, podría prolongar su mandato más allá de 2015, fecha en la
que expira su plazo como Primer Ministro.
Las
protestas en Estambul nos han dejado imágenes sobrecogedoras:
manifestantes acorralados y apaleados sin piedad; policías lanzando
pelotas y botes de humo contra hospitales y viviendas particulares,
después de descubrir que les grababan desde balcones y ventanas; agentes
impidiendo el paso de las ambulancias para atender a los heridos o
gritando “que se ahoguen” a los civiles que pretendían abandonar los
edificios rociados con gas lacrimógeno. Sin embargo, las protestas
continúan y se han extendido por casi todo el país, incluida Ankara,
fortaleza tradicional del AKP. Hace unas horas, ha muerto un policía,
que cayó en una zanja de construcción mientras perseguía a unos
manifestantes. Algunos activistas han intentado llegar hasta la
residencia de Erdogan, situada cerca de la Plaza Taksim, pero la policía
lo ha impedido con cañones de agua a presión y gas lacrimógeno. No me
atrevo a realizar predicciones, pues la historia ya se ha encargado de
escarnecer a todos los que han cometido la temeridad de intentar
anticipar sus pasos, pero no creo que la OTAN y la UE permitan que
Turquía se hunda en el caos o gire hacia la izquierda. Sólo hay una cosa
clara. Los pueblos se rebelan contra el Nuevo Orden Mundial. El
Neoliberalismo no es una escuela del pensamiento económico, sino la
fórmula ideada por el capitalismo para perpetuar la explotación y la
desigualdad. Los turcos que protestan en la calle no obran a ciegas. No
son “saqueadores” o “terroristas”. Saben lo que hacen. Por eso, gritan
“Abajo el fascismo”, “Unidos con codo contra el fascismo” o “Erdogan,
dictador, llegó tu hora”. Simplificando, piden libertad, justicia y
solidaridad. Su clamor es un clamor universal que ya se ha escuchado en
Madrid, Atenas, París, Roma, Dublín y Lisboa. Saber que la policía ha
atacado las sedes del Partido Comunista en Turquía me infunde cierta
esperanza, pues confirma que el fantasma del comunismo sigue vivo,
dispuesto a quitarle el sueño a los ricos y poderosos. En el mundo
actual, no hay muchos motivos para el optimismo, pero contemplar las
calles de Estambul en llamas y con el asfalto roto me hace sonreír,
pensando que el espíritu humano renace en el momento más inesperado. Los
turcos luchan con la dignidad del esclavo que se alza contra sus amos,
sin ignorar que la victoria es la posibilidad más remota. Su ejemplo
debería extenderse por el resto del planeta, sobre todo en países como
España, donde el paro, la pobreza, los desahucios y la desnutrición
infantil afectan a un porcentaje escandaloso de personas. Ya lo dije una
vez y lo repito. La indignación debería convertirse en insurrección. Si
alguien me considera un exaltado, le recuerdo el caso de un niño de una
escuela de Girona al que le sorprendieron hace unos días hurgando en la
basura. “Eso está mal”, dijo la maestra. “¿Por qué?”, replicó el niño.
“Es lo que hace mi mamá”. Otro niño se permitió un gesto de humor:
“Traigo un bocadillo mágico. Pan con pan”. Mientras se producen estas
escenas, Amancio Ortega ya es la tercera fortuna del planeta con 43.000
millones de euros. El contraste es obsceno y profundamente inmoral.
Ojalá las calles de Madrid, Barcelona, Valencia o Donostia imiten a los
turcos, pero sin batucadas ni consignas pacifistas. No hacen falta
reformas, sino una revolución. Los estudiantes que se rebelaron en mayo
de 1968 no se equivocaban al escribir en las paredes: “No pongas
parches; la estructura está podrida”. Una estructura podrida nunca podrá
ser la base de un mañana ético, sin niños hambrientos ni trabajadores
explotados.