El martes se cumplieron 51 años de uno de los peores crímenes de la
Guerra Fría: el asesinato de Patrice Lumumba, que no significó tan sólo
la muerte del jefe de un Gobierno democráticamente elegido, sino
también el fin de la posibilidad de que el Congo se desarrollase como
una nación independie. La iniciativa del asesinato del único de los
dirigentes congoleños que pudo haber llevado a la práctica un proyecto
de construcción nacional surgió de Eisenhower y de Foster Dulles, que
compartían el temor que les producía la imprevisible evolución de “la
gran masa de la humanidad, que no es blanca ni europea”.
Lumumba
viajó a Washington y se entrevistó con el secretario de Estado,
Christian Herter, para pedir ayuda, en especial los medios de transporte
que necesitaba para asegurar el control del país.
Eisenhower, que se mantuvo lejos de la capital durante su visita, se limitó a preguntar al National Security Council “si podemos librarnos de este tipo”, con lo cual puso en marcha el proceso que llevó a su asesinato. Ello sucedía tres días antes de que Lumumba, forzado por la negativa de Estados Unidos, pidiese medios de transporte a los soviéticos, que le proporcionaron 100 camiones y 15 aviones de transporte, lo que Eisenhower calificó como una “invasión soviética”.
Eisenhower, que se mantuvo lejos de la capital durante su visita, se limitó a preguntar al National Security Council “si podemos librarnos de este tipo”, con lo cual puso en marcha el proceso que llevó a su asesinato. Ello sucedía tres días antes de que Lumumba, forzado por la negativa de Estados Unidos, pidiese medios de transporte a los soviéticos, que le proporcionaron 100 camiones y 15 aviones de transporte, lo que Eisenhower calificó como una “invasión soviética”.
El 26 de agosto
de 1960 el director de la CIA, Allen Dulles, enviaba un telegrama al
jefe de la delegación de la “compañía” en el Congo, Lawrence Devlin,
para decirle que la caída de Lumumba era un objetivo prioritario e
inmediato. Pocos días más tarde el presidente Kasa-Vubu, tras haber
consultado el plan con el embajador norteamericano y con el
representante de las Naciones Unidas, destituyó a Lumumba, pese a que su
partido tenía la mayoría en el Parlamento. Mientras los diplomáticos
africanos trataban de mediar en la crisis, el jefe del ejército, Mobutu,
dio un golpe de fuerza, con el apoyo de Devlin, y confinó a Lumumba.
Pero su encarcelamiento no les bastaba ni a la CIA ni al Gobierno belga,
cuyo ministro para África envió el 6 de octubre un telegrama pidiendo
su “eliminación definitiva”.
Para liquidar el asunto se le envió
con dos de sus colaboradores a Katanga, donde fueron torturados hasta
convertirlos en despojos humanos. El 17 de enero de 1961 los sacaron de
noche al bosque, los ataron a los árboles y los fusilaron, tras lo
cual se cuidó de destruir los cadáveres para que no quedase ni rastro
de ellos.
El país fue entregado poco después al Gobierno de
Joseph-Desiré Mobutu, que lo presidió de 1965 a 1997, durante 32 años
de un régimen cleptocrático que sobrepasó todos los ejemplos de
corrupción conocidos en la historia, protegido militarmente por Estados
Unidos y por Francia y con el apoyo económico del Banco Mundial y del
Fondo Monetario Internacional. Que en 1989, cuando no podía caber duda
alguna del desastre a que había llevado a su país, fuese todavía
recibido en la Casa Blanca como un campeón de la libertad es una
muestra de la desvergüenza que inspiró la política de la Guerra Fría.
Cuando
se vio forzado a exiliarse, Mobutu dejó tras de sí un país
desarticulado, que se vio casi de inmediato envuelto en lo que Gérard
Prunier ha calificado como “la guerra mundial de África”, un conflicto
que ha causado hasta hoy más de cinco millones de muertos, la mayoría de
ellos entre la población civil: una guerra que se mantiene latente y
de la que no se suele hablar demasiado para no estorbar las actividades
que se benefician de ella, en especial las que se refieren a la
extracción de las riquezas naturales del país, como el coltan,
indispensable para la fabricación de teléfonos móviles y consolas de
videojuegos.
El Congo, dice un informe de Global Witness publicado
en diciembre de 2009, “ha sido considerado desde fuera como un
depósito de una gran riqueza de recursos naturales, con el pueblo
congoleño como la fuerza de trabajo destinada a extraerla”. Está claro
que la inexistencia de un Estado organizado es una condición que
favorece este expolio, lo cual ayuda a explicar que siga siendo en la
actualidad un país desestructurado, sin una administración centralizada
(las compañías mineras pagan sobornos a los funcionarios, en lugar de
abonar impuestos a la Hacienda pública), sometido a los desmanes de un
ejército que el Gobierno no paga, y que está por ello condenado a vivir
del saqueo.
En marzo de 2009, Jeffrey Herbst y Greg Mills
publicaron en Foreign Policy un artículo en el que sostenían que “la
comunidad internacional debe reconocer un hecho tan simple como brutal:
la República Democrática del Congo no existe”. Una afirmación que
sirve, por una parte, para ratificar cuáles han sido los resultados de
un proceso que se inició hace 50 años con el asesinato de Lumumba, pero
que tiene, por otra, la virtud de descubrirnos que los objetivos que
condujeron a aquel crimen siguen vigentes, porque está claro que la
balcanización del Congo facilita la continuidad del saqueo de sus
recursos naturales, extraídos frecuentemente con trabajo esclavo.
Quienes
siguen creyendo que la Guerra Fría fue un enfrentamiento entre las
fuerzas del totalitarismo y las de la democracia tienen en el asesinato
del Congo un motivo para reflexionar. Y para desconfiar, de paso, de
los móviles que justifican hoy otros planteamientos políticos y otros
conflictos de naturaleza semejante.