SOBRE SIRIA Y LA AGRESIVIDAD IMPERIALISTA.
Los sucesos de Siria, tras lo acontecido en Libia el año
pasado, se ven acompañados de llamamientos a la intervención con el fin de
“proteger a los civiles”, argumentando que es nuestro derecho o nuestro deber
actuar de ese modo. Y, al igual que el pasado año, se escuchan algunas voces de
lo más ruidoso a favor de la intervención en la izquierda o entre los Verdes,
que se han tragado entero el concepto de “intervención humanitaria”. De hecho,
las raras voces que se oponen de forma acérrima a esas intervenciones se
asocian a menudo a la derecha, ya se trate de Ron Paul en los EE. UU. o el
Frente Nacional en Francia. La política que la izquierda debería apoyar es la
de la no intervención.
El objetivo principal de los intervencionistas humanitarios
se centra en el concepto de soberanía nacional, en el que se basa el actual
Derecho internacional, y que ellos estigmatizan como permisivo con los
dictadores que asesinan a placer a su propio pueblo. Da a veces la impresión de
que la soberanía nacional no es más que una protección para aquellos dictadores
cuyo único deseo es masacrar a su gente.
Pero de hecho, la justificación primordial de la
soberanía nacional estriba precisamente en proporcionar al menos una protección
parcial a los estados débiles respecto a los fuertes. Un Estado que es
suficientemente fuerte puede hacer lo que le plazca sin preocuparse de una
intervención exterior. Nadie espera que Bangladesh se entrometa en los asuntos
internos de los Estados Unidos. Nadie va a bombardear los EE.UU. para obligarle
a modificar su política de inmigración o monetaria a causa de las consecuencias
humanas que esas medidas políticas tienen sobre otros países. La intervención
humanitaria funciona sólo en un sentido, de los poderosos a los débiles.
El mismísimo punto de partida de las Naciones Unidas
consistía en salvar a la humanidad del “flagelo de la guerra”, en referencia a
las dos guerras mundiales. Esto se consiguió precisamente gracias al estricto
respeto de la soberanía nacional, al objeto de impedir que las Grandes
Potencias intervinieran militarmente en contra de aquellos más débiles,
cualquiera que fuese el pretexto. La protección de la soberanía nacional en el
Derecho internacional se basaba en el reconocimiento del hecho de que los
fuertes pueden sacar partido de los conflictos internos en países débiles, tal
como mostraron las intervenciones de Alemania en Checoslovaquia y Polonia,
ostensiblemente “en defensa de las minorías oprimidas”, lo cual condujo a la II
Guerra Mundial.
Vino después la descolonización. Tras la II Guerra
Mundial, docenas de países de reciente independencia se liberaron del yugo
colonial. Lo último que querían era ver a las antiguas potencias coloniales
entrometerse abiertamente en sus asuntos internos (aunque esas interferencias
han pervivido de forma más o menos velada, sobre todo en países africanos).
Esta aversión a la injerencia exterior explica por qué el “derecho” de
injerencia humanitaria ha sido universalmente rechazado por parte de los países
del Sur, por ejemplo en la Cumbre del Sur en La Habana en abril de 2000.
Reunidos en Kuala Lumpur en febrero de 2003, poco antes del ataque
norteamericano contra Irak, “Los Jefes de Estado o de Gobierno reiteraron el
rechazo por parte del Movimiento de los No Alineados del llamado ‘derecho’ de
intervención humanitaria, que no tiene base ni en la Carta de las Naciones
Unidas ni en el Derecho internacional” y “observó también semejanzas entre la
nueva expresión ‘responsabilidad de proteger’ y la ‘intervención humanitaria’ y
solicitó a la Oficina de Coordinación que estudiase cuidadosamente la expresión
‘responsabilidad de proteger’ y sus implicaciones sobre la base de los
principios de no injerencia y no intervención, así como del respeto por la
integridad territorial y soberanía nacional de los Estados”.
El fracaso principal de las Naciones Unidas no ha
consistido en impedir que los dictadores asesinaran a su propia gente sino en
que no ha logrado impedir que los países poderosos violaran los principios del
Derecho internacional: los EE. UU. en Indochina e Irak, Sudáfrica en Angola y
Mozambique, Israel en los países vecinos, Indonesia en Timor Oriental, por no
hablar de todos los golpes, amenazas, embargos, sanciones unilaterales,
elecciones compradas, etc. Muchos millones de personas han perdido sus vidas a
causa de esa repetida violación del derecho internacional y del principio de
soberanía nacional.
En una historia posterior a la II Guerra Mundial que
incluye las guerras de Indochina, las invasiones de Irak y Afganistán, de
Panamá, hasta de la minúscula Granada, así como el bombardeo de Yugoslavia,
Libia y varios países más, resulta escasamente creíble mantener que es el
Derecho internacional y el respeto por la soberanía nacional lo que impide a
los Estados Unidos detener el genocidio. Si los EE.UU. hubieran tenido los
medios y el deseo de intervenir en Ruanda, así lo habrían hecho y ninguna ley
internacional se lo habría impedido. Y si se introduce una “nueva norma”, tal
como el derecho de intervención humanitaria o la responsabilidad de proteger,
en el contexto de la actual relación de fuerzas políticas y militares, no
salvará a nadie en ningún lado, a menos que los EE.UU., desde su propia
perspectiva considere adecuado intervenir.
La injerencia norteamericana en los asuntos internos de
otros estados tiene muchas facetas, pero viola constante y repetidamente el
espíritu, y a menudo la letra, de la Carta de las Naciones Unidas. Pese a las
pretensiones de que se actúa en nombre de principios tales como la libertad y
la democracia, la intervención norteamericana ha tenido de forma repetida
consecuencias desastrosas: no sólo los millones de muertos provocados por
guerras directas e indirectas sino también las oportunidades perdidas, ese
“matar la esperanza” de cientos de millones de muertos que podrían haberse
beneficiado de políticas sociales progresistas como las emprendidas por líderes
como Arbenz en Guatemala, Goulart en Brasil, Allende en Chile, Lumumba en el
Congo, Mossadeg en Irán, los sandinistas en Nicaragua, o el Presidente Chávez
en Venezuela, que se han visto sistemáticamente subvertidos, derrocados o
asesinados con pleno apoyo de Occidente.
Pero eso no es todo. Toda acción agresiva dirigida por
los EE.UU. crea una reacción. El despliegue de un escudo antimisiles produce
más misiles, no menos. Bombardear civiles – ya sea deliberadamente o por
medio de los llamados “daños colaterales” – produce mayor resistencia armada,
no menos. Tratar de derrocar o subvertir gobiernos provoca más represión
interna, no menos. Alentar minorías secesionistas dándoles la impresión a
menudo falsa de que la única Superpotencia acudirá al rescate en caso de
represión, conduce a mayor violencia, odio y muerte, no a menos. Rodear un país
de bases militares ocasiona mayor gasto en defensa en ese país, no menos, y la
posesión de armas nucleares por parte de Israel anima a otros estados de
Oriente Medio a hacerse con esas armas. Si Occidente duda en atacar a Siria o
Irán, se debe a que estos países son más fuertes y tienen aliados más fiables que
Yugoslavia o Libia. Si Occidente se queja del reciente veto de Rusia y China
acerca de Siria, no tiene más que culparse a si mismo: es el resultado del
descarado abuso por parte de la OTAN de la Resolución 1973, con el fin de
llevar a cabo un cambio de régimen, algo a lo que la resolución no autorizaba.
De modo que el mensaje enviado por nuestra política intervencionista a los
“dictadores” reza así: mejor que estéis armados, haced menos concesiones y
construid mejores alianzas.
Además, los desastres humanitarios del Congo Oriental,
que son probablemente los mayores de décadas recientes, se deben principalmente
a intervenciones extranjeras (principalmente de Ruanda, aliado de los EE.UU.),
no a su ausencia. Por tomar un caso extremo, que constituye uno de los ejemplos
favoritos de los horrores citados por los defensores de las intervenciones
humanitarias, resulta extraordinariamente improbable que los jemeres rojos
hubieran llegado a tomar el poder en Camboya sin los masivos bombardeos
“secretos” seguidos de un cambio de régimen preparado por los EE.UU. que dejó a
ese infortunado país completamente desbaratado y desestabilizado.
Otro problema con el “derecho de intervención
humanitaria” es que no logra sugerir ningún principio con el que remplazar la soberanía
nacional. Cuando la OTAN ejerció su autoproclamado derecho a intervenir en
Kosovo, donde distaban de haberse agotado los esfuerzos diplomáticos, recibió
los parabienes de los medios de información occidentales. Cuando Rusia ejerció
lo que consideraba su responsabilidad de proteger en Osetia del Sur, recibió la
uniforme condena de esos mismos medios occidentales. Cuando Vietnam intervino
en Camboya poniendo fin a los jemeres rojos, o intervino India para liberar a
Bangladesh de Pakistán, sus acciones fueron duramente condenadas en los EE.UU.
Así, cualquier otro país con medios para actuar de ese modo adquiere el
derecho a intervenir siempre que pueda invocarlo como justificación, con lo que
volvemos a la guerra de todos contra todos, o sólo se le permite actuar así a
un Estado todopoderoso, a saber los EE.UU. (y sus aliados) y volvemos a una
forma de dictadura en los asuntos internacionales.
A menudo se responde que las intervenciones no las debe
llevar a cabo un solo Estado sino la “comunidad internacional”. Pero el
concepto de “comunidad internacional” se usa primordialmente por parte de los
EE.UU. y sus aliados con el fin de designarse como tal a si mismos y a quienes
se avengan con ellos en ese momento. Se ha convertido en un concepto que lo mismo
rivaliza con las Naciones Unidas (la “comunidad internacional” afirma ser más
“democrática” que muchos estados miembros de las NN.UU.) que tiende a
apoderarse de ellas.
En realidad, no hay nada semejante a una auténtica
comunidad internacional. La intervención de la OTAN en Kosovo no fue aprobada
por Rusia y la intervención de Rusia en Osetia del Sur fue condenada por
Occidente. No se habría conseguido la aprobación del Consejo de Seguridad en
ninguno de ambos casos. La Organización para la Unidad Africana ha rechazado la
imputación del Tribunal Penal Internacional del Presidente de Sudán. Cualquier
sistema de justicia o policía internacional, ya sea la responsabilidad de
proteger o el Tribunal Penal Internacional, tendría que basarse en una relación
de igualdad y un clima de confianza. No hay hoy en día ni igualdad ni confianza
entre Este y Oeste, entre Norte y Sur, en buena medida como resultado del
historial de las políticas norteamericanas. Para contar con alguna versión de
la responsabilidad de proteger que sea consensuadamente funcional en el futuro,
nos hace falta primero construir una relación de igualdad y confianza.
La aventura libia ha ilustrado otra realidad
convenientemente pasada por alto por los partidarios de la intervención
humanitaria, a saber, que sin la ingente maquinaria militar norteamericana, no
es posible el género de intervención segura sin bajas (de nuestro lado) que
puede esperar conseguir apoyo público. Los países occidentales no están
dispuestos a arriesgarse a sacrificar demasiadas vidas entre sus tropas, y
librar una guerra puramente aérea requiere una enorme cantidad de equipamiento
de alta tecnología. Quienes apoyan esas intervenciones apoyan, se den cuenta o
no, la continuidad de la existencia de la maquinaria militar norteamericana,
con sus inflados presupuestos y su gravamen sobre la deuda nacional. Los Verdes
y socialdemócratas europeos que apoyaron la guerra en Libia deberían tener la
honestidad de decir a sus votantes que han de aceptar recortes masivos del
gasto público en pensiones, desempleo, atención sanitaria y educación con el
fin de rebajar los gastos sociales a un nivel norteamericano y emplear los
miles de millones así ahorrados para levantar un aparato militar que pueda
intervenir cuandoquiera y dondequiera que se registre una crisis humanitaria.
Si es verdad que el siglo XX precisa de unas nuevas
Naciones Unidas, no las necesita para legitimar esas intervenciones con
argumentos novedosos, tales como la responsabilidad de proteger, sino para dar
al menos apoyo moral a quienes tratan de levantar un mundo menos dominado por
una sola superpotencia militar. Las Naciones Unidas tienen que proseguir sus
esfuerzos por alcanzar su propósito fundacional antes de sentar una nueva
prioridad supuestamente humanitaria, que pueden utilizar en realidad las
Grandes Potencias para justificar sus guerras en el futuro, socavando los
principios de soberanía nacional.
La izquierda debería apoyar una activa política de paz
mediante la cooperación internacional, el desarme y la no intervención de los
estados en los asuntos internos de los demás. Podríamos utilizar nuestros
desmesurados presupuestos militares para llevar a la práctica una forma de
keynesiano global: en vez de exigir “equilibrio presupuestario”, deberíamos
emplear los recursos despilfarrados en nuestro aparato militar para financiar
inversiones masivas en educación, atención sanitaria y desarrollo.
Si esto suena a utópico, no lo es más la creencia en que vaya a
surgir un mundo estable del modo en que se está librando la “guerra contra el
terror”.
Por ende, la izquierda debiera esforzarse en un estricto
respeto por el derecho internacional por parte de los poderes occidentales, en
aplicar las resoluciones de las Naciones Unidas referentes a Israel,
desmantelar el imperio norteamericano de bases a escala mundial, así como de la
OTAN, hacer cesar todas las amenazas referentes al uso unilateral de la fuerza,
detener toda interferencia en los asuntos internos de otros Estados, en
particular todas las operaciones de “promoción de la democracia”, las
revoluciones de “colores” y la explotación de la política de las minorías. Este
necesario respeto por la soberanía nacional significa que el soberano ultimo de
cada nación es el pueblo de ese Estado, cuyo derecho a substituir gobiernos
injustos no pueden asumirlo foráneos presuntamente benevolentes.
Se objetará que dicha política permitiría a los
dictadores “asesinar a su propio pueblo”, lema que justifica actualmente la
intervención. Pero si la no intervención puede permitir que sucedan cosas tan
terribles, la historia muestra que la intervención militar tiene con frecuencia
los mismos resultados, cuando los dirigentes y sus seguidores, arrinconados,
vuelcan su ira sobre los “traidores” que apoyan la intervención extranjera. Por
otro lado, la no intervención le ahorra a la oposición interna ser considerada
una quinta columna de las potencias occidentales, resultado inevitable de
nuestras políticas intervencionistas. Buscar activamente soluciones pacíficas
permitiría reducir los gastos militares y la venta de armas (entre otros a
dictadores que puedan utilizarlas para “asesinar a su propio pueblo”) y emplear
recursos para mejorar las condiciones sociales.
Llegados a la actual situación, ha de reconocerse que
Occidente ha estado apoyando a los dictadores árabes por una serie de razones,
que van desde el petróleo a Israel, y que esa política se está hundiendo poco a
poco. Pero la lección que debemos extraer no consiste en apresurarse a otra
guerra en Siria, como hicimos en Libia, sosteniendo que esta vez estamos en el
lado bueno, defendiendo a la gente contra los dictadores sino reconocer que ya
es hora de que dejemos de asumir que tenemos que controlar el mundo árabe. En
los albores del siglo XX, la mayoría del mundo se encontraba bajo control
europeo. Occidente terminará por perder el control sobre esa parte del mundo,
como lo perdió en Asia Oriental y lo está perdiendo en América Latina. Cómo se
adapte Occidente a su declive es la pregunta política crucial de nuestro
tiempo; es poco probable que responderla vaya a ser fácil o agradable.
Jean Bricmont es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.