Por Marcos Roitman Rosenmann
Hace tres años saltaba a la prensa
española una noticia, por decir lo menos, poco halagüeña. Los sindicatos
mayoritarios, UGT y CCOO, daban por buena la mediación
del gobierno con la empresa Nissan para la fabricación, en su
planta de Barcelona, de la camioneta pick up. El origen de tal
mediación se asentaba en el creciente rumor sobre el
cierre de su filial barcelonesa y la apertura, en Marruecos, de
otra planta similar, donde la mano de obra era más barata y la
legislación laboral mucho más permisible y adecuada a los
criterios empresariales de la trasnacional.
Entre el miedo y la desesperación,
las centrales sindicales decidieron aceptar unas condiciones
draconianas, posteriormente ratificadas por 80 por ciento de la
plantilla, a pesar de ser lesivas para los intereses de los
trabajadores. El acuerdo era sencillo, se daba el visto bueno a una
congelación salarial hasta el año 2014, aumentando la
productividad en 6 por ciento y elevar el número de horas
trabajadas a cambio de mantener el puesto de trabajo. Semanas más tarde,
otra noticia vería la luz: Nissan-España desmiente el
desmantelamiento de su planta en Barcelona. Los costes de
instalación en Marruecos eran poco rentables.
Quien divulgó la primera noticia no
representaba a la política ni el espíritu de Nissan. En otras palabras,
el rumor de cierre fue suficiente para generar un
pánico entre los trabajadores y doblegar su voluntad, aceptando la
propuesta consensuada entre el Ministerio de Industria y los sindicatos
mayoritarios. Esta estrategia sirvió de ejemplo para
el sector automotriz, y Renault, Seat, Opel y Peugeot la usaron.
Pero si tuvo éxito, el PSOE, meditó y llegó a otra conclusión. ¿Por qué
no realizar un real decreto ley que contemple dichos
acuerdos y los legitime institucionalmente en todos los sectores
productivos?
Así nació la ley de reforma laboral
de 2010, impulsada por Rodríguez Zapatero, dando vía libre al despido
procedente y objetivo, abriendo la puerta a una
desarticulación de los derechos laborales protectores de la fuerza
de trabajo y disminuyendo la capacidad de negociación colectiva de los
sindicatos. Nuevamente los sindicatos se plegaron
aceptando los cambios como un mal menor. Su justificación fue del
mismo rango que el utilizado en Nissan. Si no firmamos el resultado
sería peor. El argumento espurio bendijo la reforma
Rodríguez Zapatero, aunque le costó una posterior huelga general,
sin mayores repercusiones en lo sustancial. No se modificó el
articulado.
En 2012, el Partido Popular (PP) da
otra vuelta de tuerca y cierra el círculo de las anteriores reformas
laborales. Las seis reformas laborales llevadas a cabo en
España (1994, 1997, 2002, 2006, 2010 y 2012) han buscado
consolidar el carácter temporal de la contratación, la flexibilización
del mercado laboral, la desregulación y el abaratamiento del
despido. Según expertos, más de 80 por ciento de los contratos
realizados desde 1994 han caído bajo dicha modalidad. Para demostrar la
continuidad entre la reforma del PSOE y el PP, basta
contrastar el párrafo que permite el despido procedente y
objetivo. El real decreto ley de 3/2010 decía: “Se entiende que existen
causas económicas -para el despido objetivo- cuando de los
resultados de la empresa se desprenda una situación negativa, en
casos tales como la existencia de pérdidas actuales o previstas, o la
disminución persistente de su nivel de ingresos, que
puedan afectar a su viabilidad o su capacidad de mantener el
volumen de empleo”. La actual redacción del real decreto ley 3/2012,
amplía las causas del despido objetivo al considerar
como
existencia de pérdidas actuales o previstas la disminución persistente de su nivel de ingresos o ventas. En todo caso se entenderá que la disminución es persistente si se producen durante tres trimestres consecutivos.
Para entender su dinámica interna
hay que recurrir al estilo de desarrollo dependiente y trasnacional al
cual se integró España en los años 60. El llamado milagro
español fue una quimera. Su expansión se apoyó en el turismo, la
banca, las remesas de la emigración habidas durante la dictadura
franquista, y la construcción o el
España es país sin revolución
industrial. Su estructura productiva esta permeada por trasnacionales
que han ido ganando terreno y desarticulando la poca industria
nacional. La falta de competitividad la hace más vulnerable a las
oscilaciones internacionales. Sin embargo, las clases políticas
dirigentes han decidido apostar por el modelo neoliberal como
solución a la crisis. La fe ciega en la mano invisible del mercado
ha sido el motor de los cambios y de las reformas. Desarticulación del
tejido industrial, privatizaciones, desregulación,
apertura financiera y flexibilidad laboral. Para ser competitivos,
el mensaje lanzado ha consistido en la necesidad de revisar las
condiciones de contratación del mercado laboral, considerado
rígido y proteccionista. Así, se emprendió un ataque concéntrico a
las conquistas democráticas de las clases trabajadoras. Los gobiernos,
en complicidad con los empresarios y la patronal, han
aprovechado cualquier coyuntura para dar un paso adelante en la
total liberalización del mercado de trabajo. Lo dicho ha sido el motivo
que explica las ocho huelgas generales habidas desde la
muerte del dictador. La dos primeras se realizaron contra el
gobierno de Adolfo Suarez, luego le siguieron cuatro contra Felipe
González, otra contra Aznar en 2002, la penúltima contra
Rodríguez Zapatero en 2010 y la actual, contra el gobierno de
Mariano Rajoy, convocada para el 29 de marzo de 2012. Todas han tenido
elementos en común, los recortes en las prestaciones
sociales, la reducción de los salarios, el abaratamiento del
despido, el deterioro de las condiciones de trabajo, los contratos
basura, el despido libre o el retraso en la edad de
jubilación.
ladrillo. Muy a su pesar, España es un país primario-exportador, con escaso desarrollo industrial, poca inversión en I&D y un hipertrofiado sector servicios, el cual concentra 73 por ciento de todo el empleo. Los cambios políticos de los años 70 maquillaron esta realidad, pero fueron incapaces de revertirla. Los gobiernos de UCD, PSOE y PP han agravado esta situación, haciendo oídos sordos a la necesidad de generar inversión pública y políticas sociales inclusivas. La marca España, cacareada por unos y otros, es un espejismo. Es verdad y no se puede negar que a partir de los años 80 del siglo pasado, su economía mostró un elevado crecimiento económico pero no modificó las condiciones estructurales, por el contrario se conformó con modificar su apariencia externa, realizó un foto shopy vendió dicha imagen por el mundo. Igual creaba empleo, en momentos de bonanza, como los destruye, con la misma intensidad, en tiempos de crisis.
Esta intensidad en la creación/destrucción de empleo es absolutamente atípica en términos de comparación internacional… si lo comparamos con la evolución del empleo en la Europa de los 15, vemos que de 1994 a 2005 en el conjunto de estos países, el empleo crece 12.5 por ciento, mientras en España lo hace en 42, casi cuatro veces más. Pues bien, la crisis actual es la crisis de ese crecimiento acelerado: una destrucción también acelerada. El resultado no puede ser más desalentador. En la actualidad la tasa de desempleo se sitúa en 22.85 por ciento e incluye a 5.3 millones de personas.