Breve historia de la Herejía
Juan Manuel de Castells
La
Historia de las persecuciones de las diversas herejías por parte de la
Iglesia católica ha sido mil veces contada. El siguiente brevísimo
recuento tiene por objeto enfatizar algunos aspectos que suelen olvidar
la mayor parte de los análisis, a saber:
·
Las
persecuciones, torturas y asesinatos no empezaron en la edad media con
la Inquisición, en realidad se iniciaron en cuanto la Iglesia llegó al
poder en el siglo IV y existen indicios de que desde mucho antes los
buenos Padres de la Iglesia soñaban ya con el momento en que prenderían
las hogueras.
·
A la luz de los conocimientos
actuales, cabe concluir que las llamadas herejías se aproximaban más que
la hoy llamada ortodoxia al cristianismo original y que la verdadera
herejía es lo que hoy conocemos como catolicismo.
Para
probar ambos puntos presentamos un resumen de las principales
persecuciones, que nos permitirán extraer algunas conclusiones.
Una
vez adoptado el cristianismo como religión oficial del Imperio romano,
Constantino y sus sucesores, con la notable excepción del emperador
Juliano, pusieron el poder político y militar al servicio de la Iglesia
Católica, en su lucha por exterminar a quienes en la forma más mínima
osaban tener ideas diferentes (herejía viene del término griego hairesis
que significa opinión). A cambio de ello, la Iglesia vendió su alma al
poder político primero y a los poderes económicos después. Los obispos
se trasladaron a lujosos palacios, se rodearon de séquitos de esclavos y
servidores, recibieron de los emperadores fincas, rentas, basílicas
decoradas con oro, plata y piedras preciosas. Se les rendía honores de
rodillas y se les sentaba en tronos concebidos a imagen del trono de
Dios. Dedicaron sus esfuerzos a crear un ritual cada vez más complejo,
administrado por legiones de presbíteros y diáconos, el cual aseguraba
la salvación solo a quienes lo practicaban en el seno y en la obediencia
de la Iglesia. No todos los cristianos estuvieron de acuerdo ni con el
servilismo de la Iglesia frente al poder ni con un ritual que cada vez
se alejaba más de los principios del cristianismo original. Lo que sigue
es la reseña de sus ideas y de la forma en que, por defenderlas frente a
la Iglesia, fueron exterminados por ésta.
Los
priscilianistas españoles tuvieron el honor de figurar entre los
primeros supliciados por la Iglesia Católica. Desde el año 375
adoptaron, guiados por Prisciliano, obispo de Ávila, un modo de vida
humilde y sencillo, similar al que habían practicado los primeros
cristianos, que incluía una dieta vegetariana en señal de respeto por la
naturaleza creada por Dios, un seguimiento estricto de los principios
religiosos proclamados por los profetas del antiguo testamento y una
visión del mundo como lugar de enfrentamiento entre las fuerzas del bien
y los poderes del mal. Esto fue suficiente para que fueran denunciados
como herejes por los obispos galos Itacio e Hidatio al emperador Máximo.
Prisciliano y siete de sus principales discípulos fueron torturados y
decapitados en Tréveris en el año 385, acusados de depravación y artes
mágicas. Prisciliano en particular fue acusado de rezar en las noches
desnudo en compañía de mujeres lujuriosas. El resto fueron perseguidos
hasta el exterminio. El considerar impuro comer carne era una razón
suficiente durante los siglos cuarto al sexto en España, para ser
sospechoso de priscilianismo y perseguido como hereje.
Los
donatistas intentaron recuperar a la Iglesia para los pobres y los
humildes a cuyo servicio estuvo en su origen y mantener la pureza de las
costumbres y el valor ejemplar de sus obispos, presbíteros y diáconos.
Cuando
el emperador Diocleciano exigió, en los años 303-305, que los
cristianos participaran en el culto de los dioses romanos y entregaran
sus libros religiosos y privó de sus privilegios a los que
desobedecieran, muchos obispos, presbíteros y diáconos apostataron del
cristianismo y entregaron sus libros. Pasado este breve período de
persecución, muchos cristianos principalmente en el norte de África y en
Egipto, estuvieron de acuerdo con Donato, obispo de Casa Nigra en
Numidia, en exigir a los clérigos apóstatas un arrepentimiento y un
nuevo bautismo como condición previa al reintegro a sus cargos
religiosos. El emperador Constantino y sus hijos apoyaron durante todo
el siglo IV a los “lapsi”, es decir a los clérigos que reintegraron sus
cargos tranquilamente, de los cuales proviene la Iglesia Católica actual
y persiguieron a los “herejes” donatistas mediante expulsiones,
encarcelamientos y la muerte. Los primeros mártires donatistas fueron
los obispos Donato de Bagai y Márculo, a los que siguieron muchos otros.
En el año 411 el obispo de Abora en la Proconsularis confesaba “quién
entre nosotros se declara donatista es lapidado”. El odio seguía vivo un
siglo después, con mayor fuerza si cabe, por cuanto por primera vez la
lucha religiosa fue a la vez claramente una lucha social, racial y
política.
La casta eclesiástica de la Iglesia
oficial se componía en el norte de África de romanos y griegos
católicos, funcionarios del Imperio o dueños de grandes extensiones
agrícolas olivareras, mientras que los donatistas pertenecían a la
población local berebere-púnica, dedicada a empleos agrícolas temporales
en los grandes cultivos.
En el conflicto entre
ambos grupos sociales, la Iglesia católica defendió resueltamente los
intereses de la clase poseedora y dominante, persiguiendo con saña a la
Iglesia donatista. San Agustín aprovechó esta cruzada antidonatista para
elaborar las doctrinas que en el futuro justificarían la violencia
física contra los herejes y eximirían de todo castigo la corrupción del
clero.
El castigo físico infligido a los
donatistas era para San Agustín nada menos que una prueba de amor. La
coacción, según él, es inevitable, pues aunque a los mejores se les
puede manejar con el amor, a la mayoría, por desgracia, hay que
obligarles con el miedo. Más aún, cuando los representantes de la
Iglesia Católica maltratan a sus semejantes, ¡lo hacen en nombre de
dios!, pues según explica este santo a sus opositores donatistas,
“cuando amenazamos, reprendemos, cuando tenéis pérdidas o dolores,
cuando las leyes de la autoridad terrenal os afectan, ¡comprended lo que
os sucede!, Dios no quiere que os hundáis en una desunión sacrílega,
separados de vuestra madre, la Iglesia católica”. Quedaban justificadas
la Inquisición, la persecución y la muerte de quienes se separan de una
madre tan amorosa.
San Agustín aprovechó la lucha
contra los donatistas para legar a la Iglesia otra teoría sumamente
provechosa. Según él, los clérigos pueden llevar una vida totalmente
infame, pero mientras mantengan su obediencia a la Iglesia, los
sacramentos que celebren serán válidos, pues los mismos obran “ex opere
operato”, es decir por el carácter sagrado del oficiante. El reverso de
esta doctrina es que una persona puede seguir una vida recta y ser, sin
embargo, lícitamente perseguido por desobedecer a la Iglesia católica,
fuera de la cual no hay salvación.
Los arrianos
llegaron a ser considerados como unos herejes cuya maldad los llevó a
negar la naturaleza divina de Jesús, su consubstancialidad con Dios
padre. La verdad es que hasta fines del siglo IV, el cristianismo fue en
su inmensa mayoría arriano.
Los cristianos de los
primeros siglos siguieron escrupulosamente el monoteísmo de la religión
judía, de la cual procedían. Para ellos Dios era un ser único,
indivisible y superior a todos, autoengendrado, es decir que no debe su
existencia a ningún otro ser. Jesús en cambio era un ser creado por Dios
a partir del momento de la Historia en que decidió hacer conocer, a
través de él, el mensaje sagrado de la salvación. Para los primeros
cristianos, verdaderos monoteístas, Dios no tiene principio pero todos
sus hijos, Jesús al igual que toda la humanidad, sí lo tienen. Ningún
ser creado, ni siquiera Jesús, tiene una sustancia igual o similar a la
de Dios, pues si así fuera Dios ya no sería único.
¿Cómo
hubiera podido creer otra cosa, cuando los propios evangelios afirman
con claridad la diferencia radical entre ambos seres? ¿Acaso al implorar
“Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado”, hablaba Jesús consigo
mismo? Cuando sus discípulos le llamaron maestro bueno, no preguntó
acaso Jesús, ¿por qué me llaman bueno, el único que es bueno es Dios?
¿No afirmó que nadie sabe el día y la hora del juicio final, ni los
ángeles del cielo, ni el hijo, sólo el padre? ¿O que el padre es
superior a mi? ¿Puede algún cristiano honesto pretender, a la luz de
estas afirmaciones contenidas en sus evangelios, la identidad del hijo y
del padre? Los arrianos, fieles al monoteísmo original del verdadero
cristianismo, creían que no y por ello fueron perseguidos y exterminados
por quienes reinventaron el cristianismo a partir del siglo IV,
convirtiéndolo progresivamente en una religión politeísta, con tres
dioses principales, una semidiosa virgen fecundada por uno de los tres
dioses en forma de paloma y madre de otro, y una proliferación de seres
divinos, llamados ángeles, santos o beatos.
Arrio
fue envenenado a instigación de Atanasio, obispo de Alejandría, en el
año 336 y, desde la llegada al poder del emperador Teodosio en el año
379, los arrianos fueron perseguidos por la Iglesia católica oficial o
trinitaria. Se les prohibió ocupar iglesias o reunirse con fines de
culto, la defensa de sus puntos de vista o incluso la simple posesión de
escritos de tendencia arriana se convirtieron en crímenes punibles con
la muerte. Un decreto de Teodosio del año 389 los describió como
“eunucos” y otro decreto nombró inquisidores para exterminarlos con
total eficacia.
Erradicados así del Imperio romano
sobrevivieron hasta el siglo VII, como religión oficial de los godos,
burgundios, vándalos y otras tribus “bárbaras”, que terminaron
desapareciendo de la Historia o adoptando la región trinitaria
triunfante.
El gnosticismo nació en Judea y
Samaría algo antes de la época de Jesús y fue perfeccionado después en
Alejandría como un sincretismo de creencias tomadas principalmente de la
apocalíptica judía, del platonismo y de la antigua religión egipcia.
La
apocalíptica judía había explicado el problema del mal en el mundo
(representado por la ocupación de potencias extranjeras, primero los
griegos seléucidas y después los romanos), mediante la creencia de que
el mundo no estaba controlado por Iahvé sino por potencias maléficas,
conocidas como el demonio, el príncipe de este mundo y su ejército de
seguidores.
El gnosticismo retomó esta creencia y
derivó de ella importantes conclusiones. No sólo el mundo es gobernado
por el príncipe de este mundo y por los poderes maléficos que lo
acompañan (usualmente designados como arcontes o gobernantes), sino que
ha sido creado por él, sin consentimiento del dios santo y bondadoso y
de sus acompañantes (los eones que emanan de él) que constituyen el
pleroma (la plenitud, unidad o totalidad de la divinidad). Los gnósticos
tenían un antecedente para esta idea revolucionaria: Platón había ya
enseñado que este mundo no ha sido creado por Dios, sino por un ser
intermedio, el demiurgo o artesano.
Platón,
mediante la teoría de las ideas, había postulado que el mundo real es el
que existe en el cielo, compuesto por ideas perfectas y que este mundo
es un pálido reflejo del mismo, una especie de realidad ilusoria que
oculta la verdadera realidad. Los gnósticos llevaron esta creencia al
extremo, afirmando que sólo deshaciéndonos de nuestra envoltura carnal
podemos retornar al mundo real del que provenimos.
Platón
había afirmado la inmortalidad del alma, mediante dos argumentos: el
alma participa de la idea de la vida, por lo que no puede morir y
además, si al ver un caballo o algo bello los reconocemos como tales, es
por cuanto antes de caer a este mundo, el alma ha permanecido en el
mundo perfecto de las ideas primordiales, del que proviene, donde ha
conocido el ideal de caballo y la belleza perfecta. Los gnósticos se
basan en este concepto para afirmar que la salvación consiste en
rememorar el mundo del que provenimos a través de las enseñanzas de un
Salvador enviado por la divinidad para recordarnos nuestro origen y
librarnos de las tinieblas en que nos tiene prisioneros el príncipe de
este mundo y sus arcontes.
El neoplatonismo
concebía la creación como una serie de emanaciones del Uno, cada vez
menos perfectas, hasta llegar al mundo, la materia y la humanidad. Los
gnósticos denominan a las emanaciones que se mantienen en el reino de la
divinidad como eones y a su conjunto como el pleroma. El mundo y el
hombre no hacen parte del pleroma, pues son el resultado de una creación
no deseada por Dios. Algunos hombres encierran sin embargo en su alma
una chispa divina proveniente del pleroma y podrán retornar a él una vez
liberados de las tinieblas por el Salvador.
A
partir de estos principios básicos, el gnosticismo desarrolló unas
creencias expresadas mediante alegorías y mitos que pueden resumirse en
la forma siguiente.
·
Este mundo ha sido creado
por un dios ignorante o perverso que lo controla con la ayuda de los
arcontes. Es un mundo malo, del que el hombre debe escapar.
·
Este
mundo fue creado como resultado del “pecado” del último de los eones o
emanaciones de dios, Sofía o la Sabiduría. En algunas versiones el
pecado de Sofía es desear lo prohibido: conocer a Dios; y en otras su
pecado es concebir sin permiso de su consorte. En cualquier caso, del
deseo indebido de Sofía nace un dios, a menudo llamado Yaldabaot, Samael
o Saklas (ignorante o loco en arameo) que será quien cree a la
humanidad, convencido de que por encima de él no existe nadie.
·
De
alguna forma, antes de redimirse de su pecado y retornar al pleroma,
Sofía logra, mediante engaños, que su hijo introduzca en algunos seres
humanos (mediante su aliento) la chispa divina que proviene de su madre,
Sofía. Estos seres humanos son los espirituales o neumáticos, los
únicos que pueden retornar al pleroma.
·
Sin
embargo, el príncipe de este mundo (Saklas, Samael o Yaldabaot) logra
con ayuda de los arcontes mantener a los seres humanos espirituales en
la ignorancia de su verdadero origen.
· La salvación o
resurrección consiste entonces en recordar el origen divino del alma,
que en los seres espirituales no proviene de la materia sino del
pleroma.
·
El hombre no puede recordar solo,
necesita la ayuda de un Salvador enviado por el pleroma, quién mediante
sus enseñanzas le permite reconocer su verdadera naturaleza. La mayoría
de los textos gnósticos se refieren a este ser simplemente como “el
Salvador” y a veces como Jesús o con otros nombres (Set, Noreia,
Melquisedec, Adamás, el Logos, la serpiente del paraíso y otros).
·
En
realidad existen en algunos textos dos salvadores distintos. Uno es
llamado en ocasiones el Cristo y es el encargado de recuperar a Sofía,
permitiendo su regreso al pleroma y el otro es el Salvador de la
humanidad, mediante la revelación de su origen y es llamado el Salvador o
Jesús, según vimos.
·
Una vez recuperada la
memoria de su origen, es decir, obtenida la gnosis o conocimiento, el
ser humano ya es inmortal, ya ha escapado del poder de los arcontes.
Sólo le falta deshacerse de su envoltura mortal.
·
Cada
alma encerrada en un cuerpo mortal tiene un gemelo en el pleroma. El
alma es originalmente hermafrodita (contiene los dos sexos) y la
división entre hombre y mujer es el resultado de su caída. La salvación y
el regreso al pleroma exigen que ambos gemelos se unan de nuevo. Existe
un sacramento para ello, llamado “la cámara nupcial”.
·
La
ayuda del Salvador o revelador cósmico es necesaria para recordar, pero
el verdadero conocimiento de la divinidad sólo puede obtenerse por
introspección, mirando no hacia los cielos, sino hacia el interior del
ser humano.
·
El Salvador o Jesús es un ser
puramente espiritual, sin envoltura carnal humana. No sufrió por tanto
durante la crucifixión. O bien fue reemplazado por otro (Simón de
Cirene) o bien dejó su cuerpo aparente antes de que lo torturaran. La
resurrección, de cualquier forma, es interpretada no como un hecho
histórico sino una alegoría de nuestra propia muerte y resurrección en
el pleroma.
Durante siglos, la Iglesia enseñó que
las enseñanzas de Jesús fueron recogidas por los Apóstoles y
transmitidas por éstos a los obispos de la Iglesia, siendo la llamada
transmisión apostólica la garantía más firme de su legitimidad. Después
de unos primeros tiempos de unión, paz y concordia en el seno de la
Iglesia, surgieron divisiones obra del diablo. Algunos predicadores
calificados como lobos o engendros de Satán trataron de sustraer del
recto camino a los miembros del rebaño de Cristo. Después de duros
enfrentamientos la verdad terminó por triunfar, los malos elementos,
calificados como herejes, fueron extirpados de la Iglesia, entendida
como el reino anunciado por Jesús, única depositaria de sus enseñanzas y
único camino de salvación espiritual. Esta es la Historia de los
primeros siglos del cristianismo tal y como fue contada por los
Apologistas desde Ireneo de Lyon y Tertuliano de Cartago a fines del
siglo II y especialmente por Eusebio de Cesarea a principios del siglo
IV. Desde entonces esta visión de la Historia eclesiástica fue aceptada
sin mayor controversia.
En 1934 Walter Bauer
[1]
publicó una extensa investigación sobre el origen del cristianismo que
modificó radicalmente esta visión. La conclusión de Bauer fue que si
bien hasta la guerra del año 70 el judeocristianismo había sido el
principal enemigo del cristianismo protoortodoxo, a partir de esa época
el principal enfrentamiento se había dado entre los protoortodoxos y los
gnósticos y había durado en algunas regiones hasta el siglo V. Para
Bauer sin embargo, de manera contraria a la visión tradicional, el
cristianismo gnóstico había sido la doctrina original y predominante en
todas las regiones orientales, mientras que sólo en Roma fue el
cristianismo protoortodoxo predominante desde el principio. No eran las
herejías gnósticas las que habían atacado a la ortodoxia y escindido el
cristianismo, sino lo contrario: era la ortodoxia la que se había
escindido del cristianismo gnóstico que fue el primer cristianismo en
las regiones orientales. Obviamente los términos de ortodoxia y herejía
tienen sentido “a posteriori”, pero durante los primeros siglos lo que
en general se hubiera entendido por ortodoxia o recta doctrina era el
cristianismo gnóstico. En algunos casos sólo gracias a la persecución de
las autoridades romanas, después que la Iglesia ortodoxa se volviera
religión oficial del Imperio en el siglo IV, fue posible desterrar a
Iglesias gnósticas todavía mayoritarias. Estudios posteriores han
demostrado una y otra vez la veracidad de las conclusiones de Bauer (ver
un resumen en Cristianismo perdidos, de Bart Ehrman).
La
Iglesia ortodoxa triunfante, después de Nicea (325) utilizó muy pronto
su poder, como religión primero favorita y después oficial y exclusiva
del Imperio, para erradicar al gnosticismo. Ya en el año 326, un año
después del concilio de Nicea, Constantino promulgó un edicto “contra
herejes de toda laya”, por el cual, según narra Eusebio en su “Vida de
Constantino”, les prohibió el culto, adjudicó a los ortodoxos ahora
denominados católicos sus casas de oración y sus demás propiedades, las
obras de Marción y de sus seguidores fueron perseguidas y destruidas
desde el año 333, también según Eusebio. Las persecuciones contra los
ahora denominados herejes fueron esporádicas bajo Constantino, pero se
volvieron sistemáticas con el emperador Teodosio (379-395). En el año
380, recién llegado al poder, declaró, mediante el edicto “Cunctos
populus” al catolicismo como única religión legal del Imperio,
designando a los cristianos no católicos, como los gnósticos, maniacos y
dementes. El 31 de marzo del año 382 impuso la pena de muerte a los
maniqueos, denominación que cobijaba entonces a todo tipo de gnósticos.
En el año siguiente declaró nuevamente apóstatas a los maniqueos,
nombrando también en esta ocasión a los valentinianos. Desde el siglo V
el cristianismo gnóstico hace un mutis temporal de la Historia.
Pero
el gnosticismo, el verdadero cristianismo original, resurgió con enorme
fuerza algunos siglos después. Algunos escritos y conocimientos nunca
se perdieron, de alguna forma fueron preservados, pese a todas las
quemas de libros organizadas por la Iglesia católica, de forma que desde
alrededor del año 1000, muchos cristianos en occidente y en oriente
rechazaron la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa bizantina y
crearon una Iglesia cristiana verdadera.
La
Historia los conoce, en occidente principalmente, como “cátaros” u otras
denominaciones como albigenses, patarinos o publicanos, entre otras,
aunque ellos se autodesignaban como los “verdaderos cristianos”, “buenos
cristianos”, “buenos hombres” y “buenas mujeres”. En el Imperio
bizantino fueron conocidos como bogomilos.
Su
propósito fue el retorno al verdadero cristianismo, el de los orígenes,
el del Jesús que salva mediante el conocimiento, y no el del Jesús que
redime del pecado original transmitido desde el origen de la especie, el
falso Jesús de las Iglesias oficiales de Roma y de Bizancio.
Para
los cátaros, como para los primeros cristianos, el príncipe de este
mundo es Lucifer, el ángel caído por su orgullo, en cuya caída arrastró a
este mundo terrenal un tercio de las almas del cielo, atrapadas en
cuerpos mortales y corruptibles, como explica el Apocalipsis. Jesús fue
un ser espiritual, mensajero de la Buena Nueva y revelador del camino de
la salvación, enviado por Dios para despertar las almas e insuflarles
el Espíritu Santo liberador que les permite el regreso al mundo
espiritual del que proceden. Gracias a Jesús el hombre es un ser caído
que se acuerda de los cielos.
Jesús no fue enviado
a este mundo para sufrir y morir en la cruz ni para redimir a la
humanidad del pecado original. Jesús no tuvo nunca un cuerpo mortal, no
estuvo nunca bajo el imperio de Satanás. El reino que predicó no es de
este mundo.
Para los cátaros, la idea del pecado
original, transmitido de padres a hijos desde el origen de la humanidad,
es una idea abominable porque supone el espíritu vengativo y la
injusticia intrínseca de Dios. Un dios bueno y justo, como debe ser el
Dios verdadero, no puede hacer pagar a los hijos por los pecados de sus
padres, tal y como los profetas de antiguo Israel explicaron una y otra
vez. Sin pecado original no tiene sentido ningún concepto de sacrificio
expiatorio y redentor, como el que la Iglesia católica adoptó para sumir
a la humanidad en el terror y someterla a su poder, por cuanto solo
ella podía brindar, mediante sus sacramentos, la remisión del pecado
original con el que todos nacemos, según ella.
La
salvación de la humanidad no nace de la supuesta pasión de Jesús, sino
de la voluntad de Dios de permitirnos el regreso al mundo espiritual del
que procedemos, a través del mensaje salvador, revelador de nuestro
origen y de nuestra doble naturaleza, divina y humana, insuflado por
Jesús, el mediador, en nuestras mentes y en nuestros corazones.
La
Iglesia cátara fue, como la Iglesia original, una Iglesia igualitaria,
cuyos sacerdotes y obispos eran elegidos directamente por cada comunidad
de creyentes y donde los clérigos debían ganarse su sustento a través
de su trabajo, sin volverse parásitos del trabajo ajeno.
El
único sacramento era el bautismo espiritual de los primeros cristianos,
impuesto por las manos de un sacerdote sin tacha, de un “perfecto”, al
que llamaban el consolamentum, el cual convocaba el Espíritu Santo, cuya
gracia libraba de los pecados cometidos contra la palabra divina y
abría las llaves del mundo celestial después de la muerte.
Al
rechazar la cruz, rechazaban también el supuesto sacrificio de la misa,
la eucaristía. Al igual que los cristianos primitivos que celebraban un
Ágape alrededor de una mesa de comensales y no frente a ningún altar,
bendecían y compartían un pan y una santa oración, en referencia
simbólica a la palabra del evangelio, el verdadero cuerpo de Jesús, que
debía difundirse en toda la humanidad.
La vida
sencilla, el apego a los bienes espirituales, la práctica del amor al
prójimo y la bondad de una religión libre de terrores, de rituales
complejos y fácilmente comprensible por todos, atrajo, desde el inicio
del siglo XI, a los creyentes de toda Europa. El catarismo se extendió
en occidente desde la península balcánica hasta las orillas de la Mancha
y del mar del norte, desde Renania hasta el Mediterráneo y el
Adriático, siendo también importante en el oriente bizantino.
La
Iglesia católica los consideró desde el origen como los peores enemigos
que jamás había enfrentado. Las deserciones de su Iglesia fueron
masivas en muchas regiones, como el sur de Francia y el norte de Italia.
Los predicadores cátaros desmitificaban todos los errores sobre los que
se había construido una Iglesia tan alejada de sus raíces originales.
La Iglesia católica poseía, sin embargo, el poder terrenal y lo utilizó
para aniquilar sin piedad al catarismo.
Las
hogueras empezaron a arder y a quemar “buenos cristianos” muy pronto. El
28 de diciembre del año 1022 el rey Roberto El Piadoso (el concepto de
piedad de los historiadores católicos siempre ha sido muy singular)
alumbra la primera pira masiva de creyentes en Orleáns. En 1051 el
obispo de Goslar, en Lorena, encuentra una forma sencilla de detectar a
los herejes cátaros: bastaba que se negaran a matar polluelos (nuestra
dieta era a base de vegetales y pescados) para ser supliciados.
Desde
1143 las piras se encienden en Colonia sin interrupción, bajo la
autoridad del obispo de la ciudad, en Arras desde 1172 bajo la autoridad
del obispo de Reims y en la propia Reims desde 1180, en Vezelay desde
1167, en Flandes y Borgoña desde fines del siglo XII. En toda “.
Las
primeras piras se encendieron por decisiones locales, de los obispos de
cada ciudad en alianza con los poderes seculares. Pero en el año 1198
accede al papado Inocencio III, quién cambiará su sueño de cruzada en
Tierra Santa por un proyecto, más próximo y accesible, de cruzada en
tierra cristiana. En 1199 mediante su decreto “Vergentis in senium”
asimila la herejía al crimen de traición y declara a los herejes
merecedores de los procedimientos y castigos previstos por el derecho
romano para este tipo de crimen, es decir la muerte. Suministra así un
fundamento jurídico para la colaboración entre las autoridades
religiosas y seculares en la persecución de los herejes. La tesis es
aceptada por los príncipes europeos, que consideran desde entonces la
herejía como un crimen de lesa majestad. El emperador Federico II
decretó para todos los cátaros en su Imperio la muerte por el fuego, al
calificar la herejía como crimen de Estado. A la Iglesia le compete
investigar y condenar como experta en el tema religioso y la ejecución
le compete al poder civil. Los fundamentos de la Inquisición ya han sido
colocados. Solo faltaba crea el instrumento para su ejecución, que no
será otro que la orden de los dominicos, a quienes se entregó la gestión
de los tribunales de la Inquisición en 1229, compartida trece años
después con los hermanos menores de la orden franciscana.
Pese
a las persecuciones que habían exterminado a muchas comunidades cátaras
en toda Europa, en el sur de Francia, en la región del Languedoc,
comprendiendo el condado de Tolosa y el vizcondado de Carcasona, Albi,
Béziers y Limoux, los “buenos cristianos” habían tenido el apoyo de los
príncipes, convertidos a la verdadera religión. Para exterminarlos el
papa Inocencio III y el rey de Francia, Felipe, emprendieron una
cruzada.
Los cruzados se pusieron en marcha en
1209, bajo el mando conjunto del conde Simón de Monfort en nombre del
rey y del monje Arnaldo Amalrico de Citeaux como legado papal en nombre
de la Iglesia. El papa Inocencio III les había prometido, mediante una
bula del 17 de noviembre del año 1207, las mismas indulgencias
concedidas a los cruzados de Tierra Santa.
Montpelier
cayó el 20 de julio y a continuación los cruzados sitiaron Béziers.
Como la ciudad resiste, el legado pontificio envía, como delegado suyo,
al obispo Reginaldo de Monpeiroux a proponer a los católicos de la
ciudad que entreguen a los cátaros o que salgan ellos. Los ciudadanos de
Béziers responden que prefieren dejarse ahogar en el mar antes que
consentir. Antes de entrar en la ciudad algunos cruzados preguntan al
legado del papa como distinguir en la matanza entre herejes y católicos.
El buen abad responde: “Matadlos a todos, dios reconocerá a los suyos”.
Los 20.000 habitantes de Béziers son degollados, incluyendo mujeres y
niños. El abad comunica feliz al papa la buena nueva: “Los nuestros no
respetan ni el rango, ni el sexo, ni la edad; han hecho perecer
alrededor veinte mil personas, la ciudad ha sido saqueada y tomada. La
venganza divina ha sido maravillosa”.
El
Languedoc, región feliz, con una estructura mucho más igualitaria que el
resto de Europa, cuna del amor galante y de los trovadores, albergue de
una religión de paz y amor no estaba preparada para resistir semejante
horror. El resto de ciudades capitulan. El condado de Tolosa es
anexionado al reino de Francia. La última resistencia se da en Montsegur
en 1243. La plaza se rinde el 1 de marzo de 1224, doscientos diez
buenos cristianos son quemados en el auto de fe que culmina la cruzada.
El autor de la matanza, el rey Luis IX, es naturalmente canonizado.
El
concilio de Tolosa de 1229 suministró a la Inquisición, en manos de los
dominicos, en forma de cuarenta y cinco cánones, los instrumentos de
trabajo necesarios para la extirpación total de la herejía. La delación
de los herejes se convirtió en un deber de todo ciudadano, se ordenó la
destrucción de toda casa que albergara un hereje, la obligación de la
comunión al menos tres veces al año, la prohibición absoluta de los
laicos de poseer la Biblia y la “remisión al brazo secular” de los
herejes condenados. Los herejes muertos que habían escapado al castigo
fueron desenterrados y quemados.
Uno de los
últimos cátaros, Pierre Authié, quemado ante la catedral de San Esteban
en Tolosa el 10 de abril del año 1310 pronuncia el epitafio de nuestra
religión: “Hay dos Iglesias, la una huye y perdona, la otra posee y
despelleja”.
Todos estos horrores, que sufrieron
los priscilianos, los donatistas, los arrianos, los gnósticos y los
cátaros, entre otros, no ocurrieron de manera espontánea, sino que
fueron premeditados y planificados desde antes de que la Iglesia llegara
al poder con Constantino. La prueba nos la aporta Tertuliano de
Cartago, quien, hacia el año 200 escribe lo siguiente:
“Qué
espectáculo para nosotros será la próxima venida del Señor…Qué amplio
espectáculo será el que allí se despliegue… ¡Como arderán, además,
aquellos sabios filósofos en compañía de sus discípulos a quienes
persuadieron de que Dios no se ocupa de nada, a quienes enseñaron que no
tenemos alma o que esta ya no retornará en absoluto al cuerpo o en todo
caso no a su cuerpo anterior! ¡Qué será ver también a los poetas
comparecer y temblar, contra toda previsión, ante el tribunal de Cristo y
no ante el de Radamantis o Minos! Y los actores trágicos merecerán
entonces que les prestemos atentamente oídos, a saber, para escuchar los
lamentos por un infortunio que será el suyo propio. Será digno de
contemplar a los comediantes aún más debilitados y reblandecidos por el
fuego…Contemplar estas cosas así y regodearse en ellas es algo que ni
pretores, ni cónsules ni cuestores, ni tampoco los sacerdotes de la
idolatría te podrán brindar…Y no obstante, todas estas cosas las tenemos
presentes en nuestro espíritu y, en cierta medida, nosotros las
contemplamos ya gracias a la fe”.
Los primeros
Padres y apologistas de la Iglesia creyeron firmemente que el triunfo de
la Iglesia se vería acompañado de persecuciones y torturas a quienes se
les enfrentaran, tal y como efectivamente ocurrió. Lo paradójico es que
aquellos a quienes persiguieron estaban mucho más cerca del
cristianismo original, el del amor al prójimo y la defensa de los
pobres, que una Iglesia basada cada vez más en el odio y en la alianza
con los ricos y los poderosos.