dimarts, 8 d’octubre del 2013

HEREJES


Breve historia de la Herejía

Juan Manuel de Castells

La Historia de las persecuciones de las diversas herejías por parte de la Iglesia católica ha sido mil veces contada. El siguiente brevísimo recuento tiene por objeto enfatizar algunos aspectos que suelen olvidar la mayor parte de los análisis, a saber:

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Las persecuciones, torturas y asesinatos no empezaron en la edad media con la Inquisición, en realidad se iniciaron en cuanto la Iglesia llegó al poder en el siglo IV y existen indicios de que desde mucho antes los buenos Padres de la Iglesia soñaban ya con el momento en que prenderían las hogueras.

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A la luz de los conocimientos actuales, cabe concluir que las llamadas herejías se aproximaban más que la hoy llamada ortodoxia al cristianismo original y que la verdadera herejía es lo que hoy conocemos como catolicismo.

Para probar ambos puntos presentamos un resumen de las principales persecuciones, que nos permitirán extraer algunas conclusiones.

Una vez adoptado el cristianismo como religión oficial del Imperio romano, Constantino y sus sucesores, con la notable excepción del emperador Juliano, pusieron el poder político y militar al servicio de la Iglesia Católica, en su lucha por exterminar a quienes en la forma más mínima osaban tener ideas diferentes (herejía viene del término griego hairesis que significa opinión). A cambio de ello, la Iglesia vendió su alma al poder político primero y a los poderes económicos después. Los obispos se trasladaron a lujosos palacios, se rodearon de séquitos de esclavos y servidores, recibieron de los emperadores fincas, rentas, basílicas decoradas con oro, plata y piedras preciosas. Se les rendía honores de rodillas y se les sentaba en tronos concebidos a imagen del trono de Dios. Dedicaron sus esfuerzos a crear un ritual cada vez más complejo, administrado por legiones de presbíteros y diáconos, el cual aseguraba la salvación solo a quienes lo practicaban en el seno y en la obediencia de la Iglesia. No todos los cristianos estuvieron de acuerdo ni con el servilismo de la Iglesia frente al poder ni con un ritual que cada vez se alejaba más de los principios del cristianismo original. Lo que sigue es la reseña de sus ideas y de la forma en que, por defenderlas frente a la Iglesia, fueron exterminados por ésta.

Los priscilianistas españoles tuvieron el honor de figurar entre los primeros supliciados por la Iglesia Católica. Desde el año 375 adoptaron, guiados por Prisciliano, obispo de Ávila, un modo de vida humilde y sencillo, similar al que habían practicado los primeros cristianos, que incluía una dieta vegetariana en señal de respeto por la naturaleza creada por Dios, un seguimiento estricto de los principios religiosos proclamados por los profetas del antiguo testamento y una visión del mundo como lugar de enfrentamiento entre las fuerzas del bien y los poderes del mal. Esto fue suficiente para que fueran denunciados como herejes por los obispos galos Itacio e Hidatio al emperador Máximo. Prisciliano y siete de sus principales discípulos fueron torturados y decapitados en Tréveris en el año 385, acusados de depravación y artes mágicas. Prisciliano en particular fue acusado de rezar en las noches desnudo en compañía de mujeres lujuriosas. El resto fueron perseguidos hasta el exterminio. El considerar impuro comer carne era una razón suficiente durante los siglos cuarto al sexto en España, para ser sospechoso de priscilianismo y perseguido como hereje.

Los donatistas intentaron recuperar a la Iglesia para los pobres y los humildes a cuyo servicio estuvo en su origen y mantener la pureza de las costumbres y el valor ejemplar de sus obispos, presbíteros y diáconos.

Cuando el emperador Diocleciano exigió, en los años 303-305, que los cristianos participaran en el culto de los dioses romanos y entregaran sus libros religiosos y privó de sus privilegios a los que desobedecieran, muchos obispos, presbíteros y diáconos apostataron del cristianismo y entregaron sus libros. Pasado este breve período de persecución, muchos cristianos principalmente en el norte de África y en Egipto, estuvieron de acuerdo con Donato, obispo de Casa Nigra en Numidia, en exigir a los clérigos apóstatas un arrepentimiento y un nuevo bautismo como condición previa al reintegro a sus cargos religiosos. El emperador Constantino y sus hijos apoyaron durante todo el siglo IV a los “lapsi”, es decir a los clérigos que reintegraron sus cargos tranquilamente, de los cuales proviene la Iglesia Católica actual y persiguieron a los “herejes” donatistas mediante expulsiones, encarcelamientos y la muerte. Los primeros mártires donatistas fueron los obispos Donato de Bagai y Márculo, a los que siguieron muchos otros. En el año 411 el obispo de Abora en la Proconsularis confesaba “quién entre nosotros se declara donatista es lapidado”. El odio seguía vivo un siglo después, con mayor fuerza si cabe, por cuanto por primera vez la lucha religiosa fue a la vez claramente una lucha social, racial y política.

La casta eclesiástica de la Iglesia oficial se componía en el norte de África de romanos y griegos católicos, funcionarios del Imperio o dueños de grandes extensiones agrícolas olivareras, mientras que los donatistas pertenecían a la población local berebere-púnica, dedicada a empleos agrícolas temporales en los grandes cultivos.

En el conflicto entre ambos grupos sociales, la Iglesia católica defendió resueltamente los intereses de la clase poseedora y dominante, persiguiendo con saña a la Iglesia donatista. San Agustín aprovechó esta cruzada antidonatista para elaborar las doctrinas que en el futuro justificarían la violencia física contra los herejes y eximirían de todo castigo la corrupción del clero.

El castigo físico infligido a los donatistas era para San Agustín nada menos que una prueba de amor. La coacción, según él, es inevitable, pues aunque a los mejores se les puede manejar con el amor, a la mayoría, por desgracia, hay que obligarles con el miedo. Más aún, cuando los representantes de la Iglesia Católica maltratan a sus semejantes, ¡lo hacen en nombre de dios!, pues según explica este santo a sus opositores donatistas, “cuando amenazamos, reprendemos, cuando tenéis pérdidas o dolores, cuando las leyes de la autoridad terrenal os afectan, ¡comprended lo que os sucede!, Dios no quiere que os hundáis en una desunión sacrílega, separados de vuestra madre, la Iglesia católica”. Quedaban justificadas la Inquisición, la persecución y la muerte de quienes se separan de una madre tan amorosa.

San Agustín aprovechó la lucha contra los donatistas para legar a la Iglesia otra teoría sumamente provechosa. Según él, los clérigos pueden llevar una vida totalmente infame, pero mientras mantengan su obediencia a la Iglesia, los sacramentos que celebren serán válidos, pues los mismos obran “ex opere operato”, es decir por el carácter sagrado del oficiante. El reverso de esta doctrina es que una persona puede seguir una vida recta y ser, sin embargo, lícitamente perseguido por desobedecer a la Iglesia católica, fuera de la cual no hay salvación.

Los arrianos llegaron a ser considerados como unos herejes cuya maldad los llevó a negar la naturaleza divina de Jesús, su consubstancialidad con Dios padre. La verdad es que hasta fines del siglo IV, el cristianismo fue en su inmensa mayoría arriano.

Los cristianos de los primeros siglos siguieron escrupulosamente el monoteísmo de la religión judía, de la cual procedían. Para ellos Dios era un ser único, indivisible y superior a todos, autoengendrado, es decir que no debe su existencia a ningún otro ser. Jesús en cambio era un ser creado por Dios a partir del momento de la Historia en que decidió hacer conocer, a través de él, el mensaje sagrado de la salvación. Para los primeros cristianos, verdaderos monoteístas, Dios no tiene principio pero todos sus hijos, Jesús al igual que toda la humanidad, sí lo tienen. Ningún ser creado, ni siquiera Jesús, tiene una sustancia igual o similar a la de Dios, pues si así fuera Dios ya no sería único.

¿Cómo hubiera podido creer otra cosa, cuando los propios evangelios afirman con claridad la diferencia radical entre ambos seres? ¿Acaso al implorar “Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado”, hablaba Jesús consigo mismo? Cuando sus discípulos le llamaron maestro bueno, no preguntó acaso Jesús, ¿por qué me llaman bueno, el único que es bueno es Dios? ¿No afirmó que nadie sabe el día y la hora del juicio final, ni los ángeles del cielo, ni el hijo, sólo el padre? ¿O que el padre es superior a mi? ¿Puede algún cristiano honesto pretender, a la luz de estas afirmaciones contenidas en sus evangelios, la identidad del hijo y del padre? Los arrianos, fieles al monoteísmo original del verdadero cristianismo, creían que no y por ello fueron perseguidos y exterminados por quienes reinventaron el cristianismo a partir del siglo IV, convirtiéndolo progresivamente en una religión politeísta, con tres dioses principales, una semidiosa virgen fecundada por uno de los tres dioses en forma de paloma y madre de otro, y una proliferación de seres divinos, llamados ángeles, santos o beatos.

Arrio fue envenenado a instigación de Atanasio, obispo de Alejandría, en el año 336 y, desde la llegada al poder del emperador Teodosio en el año 379, los arrianos fueron perseguidos por la Iglesia católica oficial o trinitaria. Se les prohibió ocupar iglesias o reunirse con fines de culto, la defensa de sus puntos de vista o incluso la simple posesión de escritos de tendencia arriana se convirtieron en crímenes punibles con la muerte. Un decreto de Teodosio del año 389 los describió como “eunucos” y otro decreto nombró inquisidores para exterminarlos con total eficacia.

Erradicados así del Imperio romano sobrevivieron hasta el siglo VII, como religión oficial de los godos, burgundios, vándalos y otras tribus “bárbaras”, que terminaron desapareciendo de la Historia o adoptando la región trinitaria triunfante.

El gnosticismo nació en Judea y Samaría algo antes de la época de Jesús y fue perfeccionado después en Alejandría como un sincretismo de creencias tomadas principalmente de la apocalíptica judía, del platonismo y de la antigua religión egipcia.

La apocalíptica judía había explicado el problema del mal en el mundo (representado por la ocupación de potencias extranjeras, primero los griegos seléucidas y después los romanos), mediante la creencia de que el mundo no estaba controlado por Iahvé sino por potencias maléficas, conocidas como el demonio, el príncipe de este mundo y su ejército de seguidores.

El gnosticismo retomó esta creencia y derivó de ella importantes conclusiones. No sólo el mundo es gobernado por el príncipe de este mundo y por los poderes maléficos que lo acompañan (usualmente designados como arcontes o gobernantes), sino que ha sido creado por él, sin consentimiento del dios santo y bondadoso y de sus acompañantes (los eones que emanan de él) que constituyen el pleroma (la plenitud, unidad o totalidad de la divinidad). Los gnósticos tenían un antecedente para esta idea revolucionaria: Platón había ya enseñado que este mundo no ha sido creado por Dios, sino por un ser intermedio, el demiurgo o artesano.

Platón, mediante la teoría de las ideas, había postulado que el mundo real es el que existe en el cielo, compuesto por ideas perfectas y que este mundo es un pálido reflejo del mismo, una especie de realidad ilusoria que oculta la verdadera realidad. Los gnósticos llevaron esta creencia al extremo, afirmando que sólo deshaciéndonos de nuestra envoltura carnal podemos retornar al mundo real del que provenimos.

Platón había afirmado la inmortalidad del alma, mediante dos argumentos: el alma participa de la idea de la vida, por lo que no puede morir y además, si al ver un caballo o algo bello los reconocemos como tales, es por cuanto antes de caer a este mundo, el alma ha permanecido en el mundo perfecto de las ideas primordiales, del que proviene, donde ha conocido el ideal de caballo y la belleza perfecta. Los gnósticos se basan en este concepto para afirmar que la salvación consiste en rememorar el mundo del que provenimos a través de las enseñanzas de un Salvador enviado por la divinidad para recordarnos nuestro origen y librarnos de las tinieblas en que nos tiene prisioneros el príncipe de este mundo y sus arcontes.

El neoplatonismo concebía la creación como una serie de emanaciones del Uno, cada vez menos perfectas, hasta llegar al mundo, la materia y la humanidad. Los gnósticos denominan a las emanaciones que se mantienen en el reino de la divinidad como eones y a su conjunto como el pleroma. El mundo y el hombre no hacen parte del pleroma, pues son el resultado de una creación no deseada por Dios. Algunos hombres encierran sin embargo en su alma una chispa divina proveniente del pleroma y podrán retornar a él una vez liberados de las tinieblas por el Salvador.

A partir de estos principios básicos, el gnosticismo desarrolló unas creencias expresadas mediante alegorías y mitos que pueden resumirse en la forma siguiente.

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Este mundo ha sido creado por un dios ignorante o perverso que lo controla con la ayuda de los arcontes. Es un mundo malo, del que el hombre debe escapar.

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Este mundo fue creado como resultado del “pecado” del último de los eones o emanaciones de dios, Sofía o la Sabiduría. En algunas versiones el pecado de Sofía es desear lo prohibido: conocer a Dios; y en otras su pecado es concebir sin permiso de su consorte. En cualquier caso, del deseo indebido de Sofía nace un dios, a menudo llamado Yaldabaot, Samael o Saklas (ignorante o loco en arameo) que será quien cree a la humanidad, convencido de que por encima de él no existe nadie.

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De alguna forma, antes de redimirse de su pecado y retornar al pleroma, Sofía logra, mediante engaños, que su hijo introduzca en algunos seres humanos (mediante su aliento) la chispa divina que proviene de su madre, Sofía. Estos seres humanos son los espirituales o neumáticos, los únicos que pueden retornar al pleroma.

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Sin embargo, el príncipe de este mundo (Saklas, Samael o Yaldabaot) logra con ayuda de los arcontes mantener a los seres humanos espirituales en la ignorancia de su verdadero origen.

· La salvación o resurrección consiste entonces en recordar el origen divino del alma, que en los seres espirituales no proviene de la materia sino del pleroma.

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El hombre no puede recordar solo, necesita la ayuda de un Salvador enviado por el pleroma, quién mediante sus enseñanzas le permite reconocer su verdadera naturaleza. La mayoría de los textos gnósticos se refieren a este ser simplemente como “el Salvador” y a veces como Jesús o con otros nombres (Set, Noreia, Melquisedec, Adamás, el Logos, la serpiente del paraíso y otros).

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En realidad existen en algunos textos dos salvadores distintos. Uno es llamado en ocasiones el Cristo y es el encargado de recuperar a Sofía, permitiendo su regreso al pleroma y el otro es el Salvador de la humanidad, mediante la revelación de su origen y es llamado el Salvador o Jesús, según vimos.

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Una vez recuperada la memoria de su origen, es decir, obtenida la gnosis o conocimiento, el ser humano ya es inmortal, ya ha escapado del poder de los arcontes. Sólo le falta deshacerse de su envoltura mortal.

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Cada alma encerrada en un cuerpo mortal tiene un gemelo en el pleroma. El alma es originalmente hermafrodita (contiene los dos sexos) y la división entre hombre y mujer es el resultado de su caída. La salvación y el regreso al pleroma exigen que ambos gemelos se unan de nuevo. Existe un sacramento para ello, llamado “la cámara nupcial”.

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La ayuda del Salvador o revelador cósmico es necesaria para recordar, pero el verdadero conocimiento de la divinidad sólo puede obtenerse por introspección, mirando no hacia los cielos, sino hacia el interior del ser humano.

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El Salvador o Jesús es un ser puramente espiritual, sin envoltura carnal humana. No sufrió por tanto durante la crucifixión. O bien fue reemplazado por otro (Simón de Cirene) o bien dejó su cuerpo aparente antes de que lo torturaran. La resurrección, de cualquier forma, es interpretada no como un hecho histórico sino una alegoría de nuestra propia muerte y resurrección en el pleroma.

Durante siglos, la Iglesia enseñó que las enseñanzas de Jesús fueron recogidas por los Apóstoles y transmitidas por éstos a los obispos de la Iglesia, siendo la llamada transmisión apostólica la garantía más firme de su legitimidad. Después de unos primeros tiempos de unión, paz y concordia en el seno de la Iglesia, surgieron divisiones obra del diablo. Algunos predicadores calificados como lobos o engendros de Satán trataron de sustraer del recto camino a los miembros del rebaño de Cristo. Después de duros enfrentamientos la verdad terminó por triunfar, los malos elementos, calificados como herejes, fueron extirpados de la Iglesia, entendida como el reino anunciado por Jesús, única depositaria de sus enseñanzas y único camino de salvación espiritual. Esta es la Historia de los primeros siglos del cristianismo tal y como fue contada por los Apologistas desde Ireneo de Lyon y Tertuliano de Cartago a fines del siglo II y especialmente por Eusebio de Cesarea a principios del siglo IV. Desde entonces esta visión de la Historia eclesiástica fue aceptada sin mayor controversia.

En 1934 Walter Bauer[1] publicó una extensa investigación sobre el origen del cristianismo que modificó radicalmente esta visión. La conclusión de Bauer fue que si bien hasta la guerra del año 70 el judeocristianismo había sido el principal enemigo del cristianismo protoortodoxo, a partir de esa época el principal enfrentamiento se había dado entre los protoortodoxos y los gnósticos y había durado en algunas regiones hasta el siglo V. Para Bauer sin embargo, de manera contraria a la visión tradicional, el cristianismo gnóstico había sido la doctrina original y predominante en todas las regiones orientales, mientras que sólo en Roma fue el cristianismo protoortodoxo predominante desde el principio. No eran las herejías gnósticas las que habían atacado a la ortodoxia y escindido el cristianismo, sino lo contrario: era la ortodoxia la que se había escindido del cristianismo gnóstico que fue el primer cristianismo en las regiones orientales. Obviamente los términos de ortodoxia y herejía tienen sentido “a posteriori”, pero durante los primeros siglos lo que en general se hubiera entendido por ortodoxia o recta doctrina era el cristianismo gnóstico. En algunos casos sólo gracias a la persecución de las autoridades romanas, después que la Iglesia ortodoxa se volviera religión oficial del Imperio en el siglo IV, fue posible desterrar a Iglesias gnósticas todavía mayoritarias. Estudios posteriores han demostrado una y otra vez la veracidad de las conclusiones de Bauer (ver un resumen en Cristianismo perdidos, de Bart Ehrman).

La Iglesia ortodoxa triunfante, después de Nicea (325) utilizó muy pronto su poder, como religión primero favorita y después oficial y exclusiva del Imperio, para erradicar al gnosticismo. Ya en el año 326, un año después del concilio de Nicea, Constantino promulgó un edicto “contra herejes de toda laya”, por el cual, según narra Eusebio en su “Vida de Constantino”, les prohibió el culto, adjudicó a los ortodoxos ahora denominados católicos sus casas de oración y sus demás propiedades, las obras de Marción y de sus seguidores fueron perseguidas y destruidas desde el año 333, también según Eusebio. Las persecuciones contra los ahora denominados herejes fueron esporádicas bajo Constantino, pero se volvieron sistemáticas con el emperador Teodosio (379-395). En el año 380, recién llegado al poder, declaró, mediante el edicto “Cunctos populus” al catolicismo como única religión legal del Imperio, designando a los cristianos no católicos, como los gnósticos, maniacos y dementes. El 31 de marzo del año 382 impuso la pena de muerte a los maniqueos, denominación que cobijaba entonces a todo tipo de gnósticos. En el año siguiente declaró nuevamente apóstatas a los maniqueos, nombrando también en esta ocasión a los valentinianos. Desde el siglo V el cristianismo gnóstico hace un mutis temporal de la Historia.

Pero el gnosticismo, el verdadero cristianismo original, resurgió con enorme fuerza algunos siglos después. Algunos escritos y conocimientos nunca se perdieron, de alguna forma fueron preservados, pese a todas las quemas de libros organizadas por la Iglesia católica, de forma que desde alrededor del año 1000, muchos cristianos en occidente y en oriente rechazaron la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa bizantina y crearon una Iglesia cristiana verdadera.

La Historia los conoce, en occidente principalmente, como “cátaros” u otras denominaciones como albigenses, patarinos o publicanos, entre otras, aunque ellos se autodesignaban como los “verdaderos cristianos”, “buenos cristianos”, “buenos hombres” y “buenas mujeres”. En el Imperio bizantino fueron conocidos como bogomilos.

Su propósito fue el retorno al verdadero cristianismo, el de los orígenes, el del Jesús que salva mediante el conocimiento, y no el del Jesús que redime del pecado original transmitido desde el origen de la especie, el falso Jesús de las Iglesias oficiales de Roma y de Bizancio.

Para los cátaros, como para los primeros cristianos, el príncipe de este mundo es Lucifer, el ángel caído por su orgullo, en cuya caída arrastró a este mundo terrenal un tercio de las almas del cielo, atrapadas en cuerpos mortales y corruptibles, como explica el Apocalipsis. Jesús fue un ser espiritual, mensajero de la Buena Nueva y revelador del camino de la salvación, enviado por Dios para despertar las almas e insuflarles el Espíritu Santo liberador que les permite el regreso al mundo espiritual del que proceden. Gracias a Jesús el hombre es un ser caído que se acuerda de los cielos.

Jesús no fue enviado a este mundo para sufrir y morir en la cruz ni para redimir a la humanidad del pecado original. Jesús no tuvo nunca un cuerpo mortal, no estuvo nunca bajo el imperio de Satanás. El reino que predicó no es de este mundo.

Para los cátaros, la idea del pecado original, transmitido de padres a hijos desde el origen de la humanidad, es una idea abominable porque supone el espíritu vengativo y la injusticia intrínseca de Dios. Un dios bueno y justo, como debe ser el Dios verdadero, no puede hacer pagar a los hijos por los pecados de sus padres, tal y como los profetas de antiguo Israel explicaron una y otra vez. Sin pecado original no tiene sentido ningún concepto de sacrificio expiatorio y redentor, como el que la Iglesia católica adoptó para sumir a la humanidad en el terror y someterla a su poder, por cuanto solo ella podía brindar, mediante sus sacramentos, la remisión del pecado original con el que todos nacemos, según ella.

La salvación de la humanidad no nace de la supuesta pasión de Jesús, sino de la voluntad de Dios de permitirnos el regreso al mundo espiritual del que procedemos, a través del mensaje salvador, revelador de nuestro origen y de nuestra doble naturaleza, divina y humana, insuflado por Jesús, el mediador, en nuestras mentes y en nuestros corazones.

La Iglesia cátara fue, como la Iglesia original, una Iglesia igualitaria, cuyos sacerdotes y obispos eran elegidos directamente por cada comunidad de creyentes y donde los clérigos debían ganarse su sustento a través de su trabajo, sin volverse parásitos del trabajo ajeno.

El único sacramento era el bautismo espiritual de los primeros cristianos, impuesto por las manos de un sacerdote sin tacha, de un “perfecto”, al que llamaban el consolamentum, el cual convocaba el Espíritu Santo, cuya gracia libraba de los pecados cometidos contra la palabra divina y abría las llaves del mundo celestial después de la muerte.

Al rechazar la cruz, rechazaban también el supuesto sacrificio de la misa, la eucaristía. Al igual que los cristianos primitivos que celebraban un Ágape alrededor de una mesa de comensales y no frente a ningún altar, bendecían y compartían un pan y una santa oración, en referencia simbólica a la palabra del evangelio, el verdadero cuerpo de Jesús, que debía difundirse en toda la humanidad.

La vida sencilla, el apego a los bienes espirituales, la práctica del amor al prójimo y la bondad de una religión libre de terrores, de rituales complejos y fácilmente comprensible por todos, atrajo, desde el inicio del siglo XI, a los creyentes de toda Europa. El catarismo se extendió en occidente desde la península balcánica hasta las orillas de la Mancha y del mar del norte, desde Renania hasta el Mediterráneo y el Adriático, siendo también importante en el oriente bizantino.

La Iglesia católica los consideró desde el origen como los peores enemigos que jamás había enfrentado. Las deserciones de su Iglesia fueron masivas en muchas regiones, como el sur de Francia y el norte de Italia. Los predicadores cátaros desmitificaban todos los errores sobre los que se había construido una Iglesia tan alejada de sus raíces originales. La Iglesia católica poseía, sin embargo, el poder terrenal y lo utilizó para aniquilar sin piedad al catarismo.

Las hogueras empezaron a arder y a quemar “buenos cristianos” muy pronto. El 28 de diciembre del año 1022 el rey Roberto El Piadoso (el concepto de piedad de los historiadores católicos siempre ha sido muy singular) alumbra la primera pira masiva de creyentes en Orleáns. En 1051 el obispo de Goslar, en Lorena, encuentra una forma sencilla de detectar a los herejes cátaros: bastaba que se negaran a matar polluelos (nuestra dieta era a base de vegetales y pescados) para ser supliciados.

Desde 1143 las piras se encienden en Colonia sin interrupción, bajo la autoridad del obispo de la ciudad, en Arras desde 1172 bajo la autoridad del obispo de Reims y en la propia Reims desde 1180, en Vezelay desde 1167, en Flandes y Borgoña desde fines del siglo XII. En toda “.

Las primeras piras se encendieron por decisiones locales, de los obispos de cada ciudad en alianza con los poderes seculares. Pero en el año 1198 accede al papado Inocencio III, quién cambiará su sueño de cruzada en Tierra Santa por un proyecto, más próximo y accesible, de cruzada en tierra cristiana. En 1199 mediante su decreto “Vergentis in senium” asimila la herejía al crimen de traición y declara a los herejes merecedores de los procedimientos y castigos previstos por el derecho romano para este tipo de crimen, es decir la muerte. Suministra así un fundamento jurídico para la colaboración entre las autoridades religiosas y seculares en la persecución de los herejes. La tesis es aceptada por los príncipes europeos, que consideran desde entonces la herejía como un crimen de lesa majestad. El emperador Federico II decretó para todos los cátaros en su Imperio la muerte por el fuego, al calificar la herejía como crimen de Estado. A la Iglesia le compete investigar y condenar como experta en el tema religioso y la ejecución le compete al poder civil. Los fundamentos de la Inquisición ya han sido colocados. Solo faltaba crea el instrumento para su ejecución, que no será otro que la orden de los dominicos, a quienes se entregó la gestión de los tribunales de la Inquisición en 1229, compartida trece años después con los hermanos menores de la orden franciscana.

Pese a las persecuciones que habían exterminado a muchas comunidades cátaras en toda Europa, en el sur de Francia, en la región del Languedoc, comprendiendo el condado de Tolosa y el vizcondado de Carcasona, Albi, Béziers y Limoux, los “buenos cristianos” habían tenido el apoyo de los príncipes, convertidos a la verdadera religión. Para exterminarlos el papa Inocencio III y el rey de Francia, Felipe, emprendieron una cruzada.

Los cruzados se pusieron en marcha en 1209, bajo el mando conjunto del conde Simón de Monfort en nombre del rey y del monje Arnaldo Amalrico de Citeaux como legado papal en nombre de la Iglesia. El papa Inocencio III les había prometido, mediante una bula del 17 de noviembre del año 1207, las mismas indulgencias concedidas a los cruzados de Tierra Santa.

Montpelier cayó el 20 de julio y a continuación los cruzados sitiaron Béziers. Como la ciudad resiste, el legado pontificio envía, como delegado suyo, al obispo Reginaldo de Monpeiroux a proponer a los católicos de la ciudad que entreguen a los cátaros o que salgan ellos. Los ciudadanos de Béziers responden que prefieren dejarse ahogar en el mar antes que consentir. Antes de entrar en la ciudad algunos cruzados preguntan al legado del papa como distinguir en la matanza entre herejes y católicos. El buen abad responde: “Matadlos a todos, dios reconocerá a los suyos”. Los 20.000 habitantes de Béziers son degollados, incluyendo mujeres y niños. El abad comunica feliz al papa la buena nueva: “Los nuestros no respetan ni el rango, ni el sexo, ni la edad; han hecho perecer alrededor veinte mil personas, la ciudad ha sido saqueada y tomada. La venganza divina ha sido maravillosa”.

El Languedoc, región feliz, con una estructura mucho más igualitaria que el resto de Europa, cuna del amor galante y de los trovadores, albergue de una religión de paz y amor no estaba preparada para resistir semejante horror. El resto de ciudades capitulan. El condado de Tolosa es anexionado al reino de Francia. La última resistencia se da en Montsegur en 1243. La plaza se rinde el 1 de marzo de 1224, doscientos diez buenos cristianos son quemados en el auto de fe que culmina la cruzada. El autor de la matanza, el rey Luis IX, es naturalmente canonizado.

El concilio de Tolosa de 1229 suministró a la Inquisición, en manos de los dominicos, en forma de cuarenta y cinco cánones, los instrumentos de trabajo necesarios para la extirpación total de la herejía. La delación de los herejes se convirtió en un deber de todo ciudadano, se ordenó la destrucción de toda casa que albergara un hereje, la obligación de la comunión al menos tres veces al año, la prohibición absoluta de los laicos de poseer la Biblia y la “remisión al brazo secular” de los herejes condenados. Los herejes muertos que habían escapado al castigo fueron desenterrados y quemados.

Uno de los últimos cátaros, Pierre Authié, quemado ante la catedral de San Esteban en Tolosa el 10 de abril del año 1310 pronuncia el epitafio de nuestra religión: “Hay dos Iglesias, la una huye y perdona, la otra posee y despelleja”.

Todos estos horrores, que sufrieron los priscilianos, los donatistas, los arrianos, los gnósticos y los cátaros, entre otros, no ocurrieron de manera espontánea, sino que fueron premeditados y planificados desde antes de que la Iglesia llegara al poder con Constantino. La prueba nos la aporta Tertuliano de Cartago, quien, hacia el año 200 escribe lo siguiente:

“Qué espectáculo para nosotros será la próxima venida del Señor…Qué amplio espectáculo será el que allí se despliegue… ¡Como arderán, además, aquellos sabios filósofos en compañía de sus discípulos a quienes persuadieron de que Dios no se ocupa de nada, a quienes enseñaron que no tenemos alma o que esta ya no retornará en absoluto al cuerpo o en todo caso no a su cuerpo anterior! ¡Qué será ver también a los poetas comparecer y temblar, contra toda previsión, ante el tribunal de Cristo y no ante el de Radamantis o Minos! Y los actores trágicos merecerán entonces que les prestemos atentamente oídos, a saber, para escuchar los lamentos por un infortunio que será el suyo propio. Será digno de contemplar a los comediantes aún más debilitados y reblandecidos por el fuego…Contemplar estas cosas así y regodearse en ellas es algo que ni pretores, ni cónsules ni cuestores, ni tampoco los sacerdotes de la idolatría te podrán brindar…Y no obstante, todas estas cosas las tenemos presentes en nuestro espíritu y, en cierta medida, nosotros las contemplamos ya gracias a la fe”.

Los primeros Padres y apologistas de la Iglesia creyeron firmemente que el triunfo de la Iglesia se vería acompañado de persecuciones y torturas a quienes se les enfrentaran, tal y como efectivamente ocurrió. Lo paradójico es que aquellos a quienes persiguieron estaban mucho más cerca del cristianismo original, el del amor al prójimo y la defensa de los pobres, que una Iglesia basada cada vez más en el odio y en la alianza con los ricos y los poderosos.